Empiezan los años noventa. Estoy con mi familia en un pueblito de la provincia llamado Orense. Tengo seis años. En realidad, estamos viviendo en otro pueblito cercano llamado San Francisco de Bellocq. A pocos kilómetros. Y ahora estamos en Orense porque ahí vive una familia amiga y Argentina juega la final de Italia 90 contra Alemania. Es uno de esos momentos en los que sabemos dónde estábamos mientras estaba pasando. Los detalles quedan grabados. Me acuerdo del amigo de mi papá con los pies en una banqueta. Roberto. Así se llama el amigo de mi papá. Y también está su señora, sus hijas, mi mamá y mi hermana. Todos viendo la final del mundo en ese lugar perdido. Y de pronto lo que todos ya sabemos: el himno; Maradona; un penal que no fue; Brehmen clavando la pelota abajo; Goycochea que no llega, aunque adivina la punta; y Alemania campeón. Entonces con seis años en un pueblo alejado veo llorar a Maradona. Un señor grande que llora por algo que acaba de pasar. Y lo que acaba de pasar es eso: Argentina perdiendo lo más preciado, chupando la fruta sin poder morderla.
Entonces me acuerdo de haber salido a la calle y que el día estaba nublado. Pocas cosas puedo asegurar en mi vida. Una de ellas es que el día en que Argentina perdió la final de Italia 90 en Orense estaba nublado. Me acuerdo de haber visto a un nene que movía en la calle una banderita celeste y blanca. Y que con seis años no terminé de entender ese gesto. Entonces volví a entrar a la casa y le pregunté a mi papá: «¿por qué ese chico está festejando?». Y mi papá me contestó: «Porque salir segundo también es algo bueno». Pero me lo dijo con una cara de tristeza que nunca había visto en mis cortos seis años de vida. Entonces fue cuestión de salir de ahí y volver a Bellocq. La ruta, los campos nublados, y la infinita tristeza de una tierra abatida entrando por los ojos.
Esta anécdota responde a una historia personal, pero también al mismo tiempo a un tipo de historia que nos trasciende. Nos ubica en una línea de tiempo donde pasan las cosas, las verdaderamente importantes. Y es un detonante para pensar otras, que se centran en la capacidad de un juego: la que tiene el fútbol para alterar los estados de ánimo. Es algo que nos dice que ahí atrás hay alguna otra cosa, algo que no llegamos a entender.
Me acuerdo, por ejemplo, de haber visto un Boca-River. En un bar. Un domingo. Clausura o apertura del 99. Me acuerdo de estar yendo al bar con la ansiedad del que va a lo de algún transa a pegar una droga. Llegar, sentarse y esperar a ver los colores: azul, amarillo, rojo, blanco. La pelota empieza a rodar, el partido se juega y penal para River. Abondanzieri expulsado. Entra el pibe Muñoz y Bianchi le grita algo en la cara, con la mirada muy seria, antes de entrar. River mete el gol, pero boca lo gana 2-1 con una mediavuelta de Palermo de afuera del área. Bonano no llega y la pelota se le mete. Y hasta Muñoz tapa un par de mano a mano. Boca gana el partido. La gente sale a la calle a cantar su alegría. Todos saltando, cantando lo mismo, diciendo somos todos una sola gran cosa. Y todo por la arbitrariedad de un resultado. Si Boca perdía, ese día yo me tomaba el colectivo tratando de evitar el centro, para no verlos festejar. Llegaría a mi casa, comería algo temprano y también temprano me acostaría a dormir. Y durante la semana no vería televisión, porque los goles aparecen en cualquier momento y en cualquier canal. Pero Boca había ganado 2-1 y todo estaba bajo control.
En el 98, Argentina dejó afuera a Inglaterra del mundial. A Inglaterra. Empieza el partido y penal para Argentina. Gol de Batistuta. Al rato en cinco minutos dos goles seguidos (me acuerdo uno de Owen), y la sensación de bajar rápido, extremo, y de un solo saque. Pero antes de terminar el primer tiempo aparece Zanetti en una jugada preparada y todo vuelve a estar como al principio. Después se termina el partido, los suplementarios, y entonces vienen los penales. Ese partido lo vi en el centro, en lo que alguna vez fue Chamán. Había algunas sillas y una pantalla gigante. Fui con dos amigos más. Cuando llegaron los penales estábamos duros, con el corazón demasiado rápido. Y esto tampoco me lo olvido: cuando Roa atajó el último penal me abracé con un tipo de seguridad que lloraba de alegría. Nos subimos con un par más al escenario -que no había que tocar- a saltar con el tipo que nos tenía que controlar. Y cuando salimos a la calle a festejar ese triunfo fue cuando sentí de nuevo ese nosotros inclusivo: «Volveremos volveremos, volveremos otra vez…». Todos cantando lo mismo. «Mirá mirá mirá, sacále una foto…». El próximo partido de ese mundial lo vi también ahí en Chiclana con los mismos amigos, por una cuestión cabulera. Jugamos contra Holanda. Cuartos de final. Empieza ganando Holanda. Después empata el piojo López. Se está acabando el partido y Holanda tiene un jugador menos. Pienso que lo ganamos en suplementario. Pero entonces Ortega le da un cabezazo a Van der Sad y roja directa. Inmediatamente pelota larga al área argentina. La para Berkamp y el ratón Ayala pasa de largo. Berkamp se acomoda y la clava al ángulo. Sobre la hora. Roa no tiene nada para hacer. Argentina, entonces, afuera del mundial. Salimos en silencio, por ese mismo lugar que días atrás casi destrozamos de alegría. Ahora nadie habla, solamente salir a la calle esperando que el techo se derrumbe de una buena y puta vez. Es temprano. Casi mediodía. Mis amigos no dicen nada. Lo miro a uno y le brillan los ojos, terriblemente. Pero se aguanta. No quiere llorar adelante nuestro. Caminamos dos cuadras en silencio para tomar el colectivo. Se ven las caras de la gente. Es un velorio masivo, por las calles. «¿Y ahora?» pregunta uno de mis amigos. Pasa un colectivo y hace ruido, aturde. Alguien lo tenía que preguntar. «No sé», le respondo, «no tengo ni idea». Somos jóvenes. Y así se aprenden estas cosas.
Yo por lo pronto trato de no intelectualizar demasiado. No sé a ciencia cierta qué es lo que produce todos estos estados (se podría decir) de percepción no ordinaria. Es como un extraño y arbitrario chamán. Que se come tu dolor en noventa minutos de juego (se lo come, literalmente, lo mastica, se lo traga, y te renueva), o te vomita encima el de millones de personas que ni si quiera conocés. Todo depende de un resultado. Pero lógicamente también hay otras cosas. Hay también en el fútbol cosas que no están directamente relacionadas con el resultado, que producen diferentes tipos de distorsiones visuales y sensoriales. Un caño, una puteada, una patada fuerte, un taco, una pelota reventando el travesaño. Qué sé yo. Aunque también debo admitir que hay gente que en todo esto no ha sabido (o no ha querido) encontrar nada significativo. Hay gente a la que no le gusta el fútbol. Y existen, son reales. De carne y hueso como uno.
Me acuerdo de estar un verano en Monte Hermoso. Estoy con Martín y en un momento de nuestra estadía también están sus padres, pero en otra casa. Una tarde vamos con Martín hasta la casa en donde estaban parando y entramos un rato. Adentro están los padres de Martín y un matrimonio más. Las dos mujeres en la cocina, el padre de Martín en la pieza, y un señor que no conozco está mirando en televisión un programa sobre autos. En un momento dado, Martín se va al baño y yo me siento a mirar televisión. Es algo entretenido, no me acuerdo bien, sobre un prototipo de auto deportivo. El señor, mientras tanto, me dice alguna cosa, como para hablar de algo; a lo que le respondo alguna otra cosa, como para seguir el diálogo. Todo, al parecer, marcha perfectamente bien. Pero viene la publicidad y entonces me acuerdo de que Boca había jugado la noche anterior contra San Lorenzo por una copa de verano. Las publicidades transcurren, el señor no cambia de canal, y entonces agarro el control remoto y digo «a ver si están los goles». Lo hago como diciendo «ahora vuelvo a poner acá donde estabas mirando». Pero este señor me responde «¿qué? ¿ese deporte donde veintidós tipos corren en pantalones cortos atrás de una hernia de cuero?». Y ahí, entonces, me doy cuenta: este tipo es de esa raza. Raza rara y de insalvables diferencias que aborrece del fútbol. Lo detesta, se lo veo en los ojos. Y pocas veces sintió tanto placer como ahora que me está diciendo esto. Entonces no le respondo más nada. Busco algún canal de deportes y le devuelvo el control.
Podría discutir, esbozar argumentos, pero sería inútil. El tipo ya tiene como cincuenta años y detesta el fútbol. Y además no soy un religioso que quiere que todos piensen como yo. Que se lo pierda. Pero ahora pienso en la frase que me dijo. Pienso. Es una deformación, un poco más ingeniosa (no demasiado), de la más conocida «veintidós boludos corriendo atrás de una pelota». Y esta frase, pienso, es de las primeras que se dicen a la hora de desprestigiar al fútbol. Y es raro, porque argumentativamente es de lo más débil que he escuchado. Es un recurso literario, aunque a primera vista no lo parezca, del que gustaban mucho lo formalistas rusos. Pero como argumento es muy débil. El recurso se llama Ostraniene y consiste en desautomatizar la visión. Es decir, contar las cosas, cotidianas, de todos los días, como si fueran vistas por primera vez. Este recurso llevado al extremo puede ser genial. Pero si alguien me dice que el fútbol es eso que dicen, como respuesta uno podría seguir todo el día aplicándolo a distintas cosas, y se volvería caduco en un juego argumentativo. Por ejemplo: nadie aceptaría esta explicación del ajedrez: «dos tipos concentrados en un cuadrado repleto de cuadraditos que mueven arbitrariamente unas maderitas talladas». Sería inaceptable. Y así con otras cosas hasta que el tipo que tenemos enfrente tenga que pensar algo un poco más respetable. Por lo general este tipo de gente piensa que el fútbol es para los idiotas, pero es la visión que ofrecen del fútbol lo que es realmente idiota.
Bukowski dijo alguna vez: «La verdad es que somos monstruosidades. Si pudiéramos vernos, darnos cuenta de lo ridículos que somos, con nuestros intestinos retorcidos por los que se desliza lentamente la mierda, mientras nos miramos a los ojos y decimos ‘Te amo’». Esta visión de Bukowski es de una sagacidad extrema y una genialidad abrumadora. Y podría ser una de las respuestas que se le podrían formular a la frase «veintidós boludos corriendo atrás de una pelota». «Está bien» -podríamos decir- «entonces la vida es esto». Y hasta, a decir verdad, puede que lo sea. Pero nadie la aceptaría. Nadie aceptaría esta visión de Bukowski aunque fuera por el hecho de no llevarse un caño a la boca y conocer qué gusto tienen las balas. Por estas cosas no la aceptarían. Aunque es una gran respuesta, estemos tranquilos: nadie la aceptaría.
Pienso en lo atroz que suena la frase de Bukowski. Y hasta pienso también en que quizá sea yo el que esté enfermo, porque me gusta demasiado el fútbol. Pero no me desvela. «Todo tiene un tinte cómico» dijo Bukowski después de haber dicho lo anterior. Y además todo es absurdo. La vida, me dice Bukowski, tiene algo atroz. Por eso no me desvela mi atracción hacia el fútbol. Es más: se lo agradezco. Le doy gracias al fútbol porque me libera (domingo a domingo como un extraño opio) de esta comedia que es la vida; de semejante atrocidad.
Bahía Blanca, 2004
L.V.