DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (VI)

A veces Gaspar pensaba que tenía que abandonar toda sustancia estimulante pero al poco tiempo le parecía que lo que lo mantenía de pie era justamente la construcción drogadicta de un sistema alternativo. Porque queriendo ser conservador, para no deteriorarse más de la cuenta, por un lapso de tiempo no consumía drogas y ahí estaba su error: le explotaban los nervios. Capaz la manera de estar bien fuese agotar la vida haciendo uso de todas las herramientas disponibles: había fumado porro, hash, nevados, jalado pegamento, inhalado algispray, esnifado cocaína, semillas de cebil, ketamina, tomado ácido lisérgico, GH, ajenjo, valium con cerveza, hongos, y después, ya de grande y de manera no recreativa, clonazepam. Había estado en un ambiente psicoactivo. Y si bien había tenido la oportunidad, no había consumido adrenalina: Rodrigo, después de que Diego chocara con la moto, mientras era atendido en un hospital público, había robado una ampolla y se la habían inyectado en su casa con Nicolás. (Sigue acá – Parte 7)

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Un pensamiento en “DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (VI)

  1. […] Dentro de estos márgenes estrechos estaba cimentado su vínculo con el trabajo. Un 10 de enero a las dos de la tarde, con 40 grados de calor, atravesó la ciudad prácticamente vacía para renovar el carnet de conductor. Cuando tuvo que llenar las planillas informativas, como las últimas veces, se declaró donante de órganos. Siempre lo había pensado como una manera de sobrevida, no solo de la persona a la que le efectuaran el trasplante sino de sí mismo, pero ese día levantó la vista y se detuvo en la gente que hacía las colas para las distintas dependencias de los trámites y se replanteó si quería ser alojado en uno de esos recipientes: en esa señora de estatura inferior con una bolsa de la Cooperativa Obrera, en ese adolescente medio obeso, en ese señor de bigote finito. Después, a la vuelta, arriba del auto que había quedado al rayo del sol, frenó en el semáforo de Sixto Laspiur y Rondeau y vio a un obrero, en cueros, removiendo adoquines y paleando escombros. El teléfono celular arriba del auto, las llaves, el volante, la palanca de cambios, todo estaba caliente y Gaspar pensó en el abismo que separa al trabajador intelectual del trabajador físico. ¿Pero qué implicaba esa separación? Mientras duró el semáforo pensó en el sistema como una inmensa maquinaria con engranajes muy precisos. Había labores políticas que se llevaban a cabo desde una oficina; burocráticas, como la de los empleados municipales de la Dirección de Tránsito y Transporte de donde volvía manejando; o musculares, como la de este obrero que con un grado altísimo de materialidad, brillando abajo del sol por la transpiración, estaba haciendo que esa maquinaria social, sofisticada pero a la vez defectuosa, avanzara visiblemente. Gaspar, que se dedicaba a una tarea mucho más volátil, la de pensar y escribir artículos sobre diversos temas para activar motores de búsqueda, tenía que llenar palabras en un ecosistema pensado para que funcionara así y, también, cuando mandaba un posteo, el sistema avanzaba en su lógica aditiva, crecía el universo textual: los resortes del capitalismo hacían que fuera necesaria la novedad aunque lo nuevo fuese reescribir todo el tiempo lo mismo. Pero lo de este obrero era otra cosa: en ese calor estático se volvía demasiado palpable. Mientras el aparato de difusión en cada pantalla recomendaba usar ropa clara y evitar el ejercicio físico en horarios inadecuados, el sistema lo había puesto ahí justamente para que la cosa avanzara. Y eso pasaba a la vista de todos (aunque la calle estaba vacía): en cada palada decrecía la montaña de escombros y la ciudad estaba más cerca de transformar esa calle empedrada durante el siglo XIX en un gran macizo de hormigón; es decir, de ir hacia algún lado. (Sigue acá – Parte 6) […]

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