DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (V)

Su primer trabajo formal había sido como “corrector de segunda” (técnicamente así se llamaba el puesto) en una editorial de contenidos pedagógicos para distintas partes del mundo. Fue una incursión en el universo de la empresa privada. Tanto la lógica del trabajo como el propio edificio seguían el modelo americano: una estructura vidriada que en los pequeños detalles aparentaba ser amigable. Durante los primeros meses su trabajo consistía en llegar y sentarse en una mesa compartida con otros correctores en la que corregían borradores de revistas que les bajaban los diseñadores. La oficina quedaba en el último piso y estaba pegada a una pecera transparente donde los jefes de corrección podían controlarlos. Se trataba de corregir diferentes artículos y, cuando no había nada para hacer, de simular el trabajo. Lo bueno de la ubicación era que daba a una terraza que, si bien solía llenarse de palomas, permitía sacar la cabeza por la ventana y mirar el cielo. Atravesando esa terraza había un salón de usos múltiples en el que, por recomendación de una psicóloga laboral, habían puesto juegos (en desuso casi todo el tiempo) para que los trabajadores de los distintos pisos pudiesen incorporar el ocio como parte de su proceso productivo. Después de unos meses Gaspar fue pasado a una computadora Mac, encargado de darle una primera corrección a las versiones mandadas por los colaboradores: en general textos muy mal escritos, sin cohesión y repletos de faltas de ortografía. El sueldo era malo. Tenía que conformarse con un regalo que les hacía la editorial el día del trabajador gráfico y con las fiestas que brindaba los fines de cada año, fiestas ampulosas en las afueras de la ciudad donde los dueños que durante el año permanecían prácticamente ocultos llegaban en autos importados y se recortaban como el centro de la escena. Podría haber sufrido esta etapa de su vida pero en realidad estaba contento: la rutina era tan compacta y chata que se sentía seguro. Sin embargo, después de varios ajustes y readecuaciones del personal, un día le llegó un telegrama de despido. Ahora podría haber sentido vértigo por su nueva situación de inestabilidad pero en cambio se sintió liberado. Empezó a trabajar desde su casa para editoriales extranjeras que estaban abriendo páginas en internet sobre diversos temas. Un día tenía que escribir sobre las cinco técnicas anticonceptivas más efectivas; otro día, sobre los lugares turísticos más exóticos del mundo (el hecho de no conocer los países al parecer no era un problema para las editoriales), o sobre los beneficios del aceite de oliva. Solamente una vez le había tocado escribir algo de interés político: sobre las fallas en el sistema parlamentario de Inglaterra y sus diferencias con los presidencialismos. A la distancia, podría pensar esta nueva etapa como parte del proyecto flaubertiano de escribir la nada.  

Dentro de estos márgenes estrechos estaba cimentado su vínculo con el trabajo. Un 10 de enero a las dos de la tarde, con 40 grados de calor, atravesó la ciudad prácticamente vacía para renovar el carnet de conductor. Cuando tuvo que llenar las planillas informativas, como las últimas veces, se declaró donante de órganos. Siempre lo había pensado como una manera de sobrevida, no solo de la persona a la que le efectuaran el trasplante sino de sí mismo, pero ese día levantó la vista y se detuvo en la gente que hacía las colas para las distintas dependencias de los trámites y se replanteó si quería ser alojado en uno de esos recipientes: en esa señora de estatura inferior con una bolsa de la Cooperativa Obrera, en ese adolescente medio obeso, en ese señor de bigote finito. Después, a la vuelta, arriba del auto que había quedado al rayo del sol, frenó en el semáforo de Sixto Laspiur y Rondeau y vio a un obrero, en cueros, removiendo adoquines y paleando escombros. El teléfono celular arriba del auto, las llaves, el volante, la palanca de cambios, todo estaba caliente y Gaspar pensó en el abismo que separa al trabajador intelectual del trabajador físico. ¿Pero qué implicaba esa separación? Mientras duró el semáforo pensó en el sistema como una inmensa maquinaria con engranajes muy precisos. Había labores políticas que se llevaban a cabo desde una oficina; burocráticas, como la de los empleados municipales de la Dirección de Tránsito y Transporte de donde volvía manejando; o musculares, como la de este obrero que con un grado altísimo de materialidad, brillando abajo del sol por la transpiración, estaba haciendo que esa maquinaria social, sofisticada pero a la vez defectuosa, avanzara visiblemente. Gaspar, que se dedicaba a una tarea mucho más volátil, la de pensar y escribir artículos sobre diversos temas para activar motores de búsqueda, tenía que llenar palabras en un ecosistema pensado para que funcionara así y, también, cuando mandaba un posteo, el sistema avanzaba en su lógica aditiva, crecía el universo textual: los resortes del capitalismo hacían que fuera necesaria la novedad aunque lo nuevo fuese reescribir todo el tiempo lo mismo. Pero lo de este obrero era otra cosa: en ese calor estático se volvía demasiado palpable. Mientras el aparato de difusión en cada pantalla recomendaba usar ropa clara y evitar el ejercicio físico en horarios inadecuados, el sistema lo había puesto ahí justamente para que la cosa avanzara. Y eso pasaba a la vista de todos (aunque la calle estaba vacía): en cada palada decrecía la montaña de escombros y la ciudad estaba más cerca de transformar esa calle empedrada durante el siglo XIX en un gran macizo de hormigón; es decir, de ir hacia algún lado.

Gaspar agarró el control remoto y fue hacia los canales altos. Daban un programa sobre acumuladores compulsivos. Cada capítulo duraba media hora y al finalizar empezaba otro sobre la misma temática. Era una especie de maratón de fin de semana. Miró uno tras otro. Ese sumergirse en una serie le resultaba una experiencia verdaderamente estimulante. (Sigue acá – Parte 6)

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Un pensamiento en “DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (V)

  1. […] La economía, a la inversa, para Gaspar se trataba de una cuestión de narrativa. Durante los noventa, antes de convertirse en escritor, Ezequiel Alemian había sido periodista financiero. En aquella época leía los informes de los bancos de inversión y cada vez que lanzaban un activo nuevo hacía lo propio con los prospectos de emisión, porque estaba obsesionado con entender las formas de constitución del valor de verdad y cómo esas formas del verosímil se relacionaban con la dimensión de lo real. En sus propios términos, “era algo alucinante, demencial”. El mundo financiero se detenía para escuchar lo que decía Alan Greenspan, titular de lo que sería el Banco Central de Estados Unidos. Según Alemian, “Greenspan era como un brujo minimalista que decía siempre más o menos lo mismo, la misma docena de palabras en cada informe, pero siempre cambiaba una coma o una palabra. Desde días antes los analistas debatían sobre lo que diría, y una vez que lo decía debatían durante semanas ese cambio, porque de su interpretación dependía el escenario de las variables financieras en todo el mundo. Lo de Greenspan era como un susurro: los mercados se detenían a oír ese susurro, a interpretarlo”. Sobre los pilares volátiles de este paradigma –había crecido durante la convertibilidad– se erigía el sistema que había formado a Gaspar. Ahora había puesto C5N: un periodista vestido enteramente de gris explicaba las curvas de un gráfico que ilustraba la toma de deuda desde 1976 hasta la actualidad. Se levantó y fue a servirse otro vaso de vino. Tomó un trago y se quedó mirando por la ventana: fragmentos del césped verde iluminados por una luz blanca se recortaban de una masa oscura. Todo parecía estático pero podía intuirse una especie de fragilidad en las cosas. Las horas de televisión y el vino estaban produciendo su efecto conjuntamente. Gaspar volvió al sillón y vio que el periodista señalaba los índices de inflación interanuales. Pensó en el trabajo, en el mundo del trabajo, en sí mismo como un trabajador asalariado. (Sigue acá – Parte 5) […]

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