Por L.V.
Hace un tiempo, en la narración de unos hechos policiales, en la parte que corresponde a la masa oscura que había dejado el resto diurno de uno de esos hechos, yo decía que los lentes negros tipo Rayban (así lo decía refiriéndome a los tipo aviador) eran un tipo de lentes que producían un desfasaje conmigo en tanto criatura social. Por esta razón en parte, cuando pensé en comprarme lentes negros de nuevo, decidí salirme de ese canon y tratar de conseguir algo que se amoldara mejor a mi condición (pensando otra vez en términos de lo social). Sobre todo, lo que estaba buscando en ese cambio era salir del vidrio verde o marrón, que indefectiblemente deja que se te vean los ojos, y pensaba buscar algo totalmente negro para que, en los días de sol amarillo, terrible de mediodía en verano, la gente no pudiera ver nada de cómo estuviese llevando la expresión en mi cara. Esta negación negra de la mirada pensaba, tenía mucho más que ver con lo que yo era socialmente: alguien menos sofisticado y elegante que el aviador trasparentando a través del verde. Pero cuando salimos con Linares de la óptica donde finalmente me compré los lentes (a sacar plata de un cajero automático), fue porque había decidido comprarme unos tipo aviador Rayban, marrones en degradé, que dejaban ver casi completamente mis ojos. Y si bien veníamos leyendo signos hasta antes de entrar en la óptica e incluso después (a veces de manera acertada y otras erróneamente) no reparé en esa determinación al parecer inevitable, de caer siempre en el mismo tipo de lentes de sol. En el primer cajero no pudimos sacar la plata, entonces tuvimos que caminar más cuadras, por una ciudad que me presentó, como hacía mucho que no pasaba, un tipo de experiencia urbana desajustada incluso para la propia ciudad (digo un tipo de experiencia y no una experiencia en particular; es decir: gente, movimiento, personas raras, autos demasiado lujosos, un camión de bomberos sonando una bocina en una calle céntrica apurado hacia donde veíamos salía humo de algún lugar). Decía entonces que pudimos sacar la plata de este segundo cajero y cuando volvimos a la óptica, después de cruzar un ciego mientras decíamos que los ojos eran el reflejo del alma, no sólo me compré los lentes marrones en degradé sino que también me compré un especímen raro, unos lentes con la forma de los aviador pero absolutamente negros, del material que son los lentes deportivos envolventes. Me compré los dos pares y me sentí en una época que en realidad nunca terminé de vivir del todo por una cuestión etaria (la del “deme dos”; época que en realidad no acuñó esa frase, ya que después Facundo dijo pertenecía originalmente a la época de Martínez de Hoz y no a esa que pensábamos nosotros). Me compré los dos pares de lentes de sol decía, y gracias a Linares pagué los dos pares a doscientos pesos cerrados (que era, por otra parte, la cantidad exacta que había sacado del segundo cajero al que habíamos entrado). “Dos gambas” le dije literalmente al tipo de la óptica y él repitió “dos gambas”, haciéndome precio, casi en el mismo tono en el que lo había dicho yo y puso cada par de lentes en su respectiva caja de seguridad. Pocas veces salí de un local tan convencido de una compra como este día, y a falta de lentes oscuros para cubrirme del sol amarillo del mediodía, salí con dos cajas de lentes una en cada mano.
De ahí fuimos con Linares primero que nada a hacerle una guardia periodística a Facundo, sentándonos en las inmediaciones de su casa, porque no usa celular y teníamos que verlo en principio por una cuestión de psicoactividad, y también por una posible y próxima actividad laboral. Era viernes y el día estaba hermoso. Mientras hacíamos la guardia, sentados en una plaza antes de la plaza principal, vimos dos chicas agarradas de la mano: “la gente es cualquiera” le dije a Linares, no por las chicas que estaban agarradas de la mano, sino porque pensé en los pensamientos de la gente al ver dos chicas agarradas de la mano. Y me di cuenta que mi fascismo (soy consciente de un grado casi elevado de fascismo en mí) era complejo e impredecible, y eso me produjo cierta tranquilidad en el espíritu. Para hacer tiempo, puesto que Facundo no aparecía por su casa y no respondía el teléfono, bajamos por una de las calles principales hasta la plaza principal repleta de artesanos, y vimos floggers por todos lados como hormigas, vestidos para mí de una manera oriental posmoderna, tratando de identificar a los que denominamos floggers fundamentalistas: pantalones a veces fluorescentes, musculosas blancas o fuxias, peinados raros, todos juntos en el cruce de cuatro esquinas, generando un movimiento real en la calle y un movimiento real de lo que fuere, porque los floggers existen y son muchos, más allá de las críticas incluso algunas bien fundadas que suelen recibir, hay un hecho irrevocable y es la existencia concreta de estas personas en la vida real y su cantidad más que significativa. Cuando llegamos a la plaza principal recorrimos, entre la cantidad abrumadora de gente, los stands de los artesanos (yo con las dos cajas que tenían adentro un par de lentes cada una en cada mano), básicamente buscando al Lolo: una criatura subnormal nacida en Villa Iris, en parte criada en uno de los fonavi de Bahía Blanca, y que se convirtió desde hace un tiempo en una especie de artesano vendehumo disfrazado de una mezcla de Benicio del Toro (en su papel del Dr. Gonzo) y Coco Silli. La idea era ponerle enfrente a dos grandes partes de su pasado: a Villa Iris representada en Linares, y a uno de los fonavi de Bahía Blanca representado en mí. Cuando lo encontramos el Lolo estaba descolocado atrás de una mesa de tenedorcitos con los dientes doblados, y ante mi saludo pareció caer de algún lado y nos miró a los dos, sin entender del todo la relación de las dos partes. “Trabajo metales” dijo cuando le pregunté qué hacía y nos fuimos casi inmediatamente.
Todo el tiempo lo llamamos a Facundo a ver si volvía a la casa. Dimos unas vueltas más por la plaza viendo cosas, la prensa trabajando en una camioneta en vivo, con una antena de un canal neuquino arriba. Volvimos a lo de Facundo (es decir: volvimos a hacer el trayecto por la calle principal entre las dos plazas) y le dimos unos minutos más. Cuando decidimos que era tarde, que teníamos que volver y dejar para otro día las actividades con Facundo fue ese un momento bisagra. Sentados en la ventana que da al frente de la casa, yo con los dos pares de lentes en las manos, me di cuenta que había perdido las llaves del auto. Un hecho contingente, algo que en primera instancia ni siquiera es muy grave. “¿Ya las perdiste alguna vez?” me peguntó Linares. “Siempre me como el flash de que las pierdo” le dije yo, “pero nunca las había perdido”. En ese momento sonó mi celular y vi que en la pantalla decía MADRE. Atendí y después de escuchar lo que tenía para decirme le pregunté si había otra llave del Renault. Me dijo que no, y entonces me di cuenta que el problema casi mínimo ahora era un problema un poco mayor. Eran las nueve de la noche y en el auto había quedado ropa mía. No me quedaba más que intentar encontrar las llaves (algo muy poco probable) o volverme en colectivo hasta mi casa y volver a la mañana siguiente con un cerrajero. Cambiar los dos tambores de las cerraduras (puerta y arranque) me daba cuenta, podía costarme bastante más que lo que me habían costado los dos pares de lentes negros. Ahora Linares tenía que irse caminando a cenar con una pareja amiga y yo volverme en colectivo a mi casa. Caminamos por momentos callados, pasando entre la gente constante de la calle principal que habíamos tomado al principio, haciendo de nuevo el camino que habíamos hecho pero de manera muy distinta, viendo gente a veces conocida que yo no saludaba por el trance en el que podía llegar a empezar a entrar; y digo así (uso esa construcción verbal tan complicada) porque nunca terminé de entrar en un trance. Entre la gente pasó una amiga lesbiana de Ignacio y me pegó en la panza, rápido por la vereda angosta de esa calle principal. Yo me di vuelta y levanté la mano. Llegamos a la plaza y fuimos a uno de los bancos adonde habíamos estado sentados. No encontramos nada y traspasamos la plaza. Me acordé que había paro de colectivos y vi que Linares cruzaba la calle y se iba para una de las esquinas más céntricas. “¿Adónde vas?” le pregunté desde la vereda. “Tengo que irme” me dijo él y yo le dije “es cierto” y nos saludamos brevemente. Él siguió caminando para esa esquina y yo fui a una parada de colectivos donde había dos tipos sentados. “¿Sabés si hay paro de colectivos?” le pegunté a uno. “Sí” me dijo, “hasta mañana a las seis no pasan”. Entonces pensé que en algún punto eso era positivo: si bien no veía cómo iba a solucionar mi problema no quería volverme a mi casa en colectivo y dejar el auto toda la noche con cosas adentro. Decidí volver a hacer el camino inverso por cuarta vez y llegar hasta el auto mirando el piso, mientras seguía llamando a Facundo con el celular todo el tiempo. Volvía por la calle principal que habíamos hecho ya tres veces, levanté la mirada del piso y vi una compañera de estudios que venía caminando enfrente mío, bajé la mirada inconscientemente sumido en los pensamientos y en mirar la vereda, pero la volví a subir para saludarla, y ella miró para otro lado. No supe cómo leer esto pero me llamó la atención que, si bien no del todo enroscado, yo fuese más sociable que esta chica que parecería en primera instancia no tener ningún tipo de problemas. Y ahí reparé en mi asombrosa tranquilidad (no estaba casi para nada alterado), pero al mismo tiempo me di cuenta de que si volvía a mi casa y dejaba el auto estacionado adonde había quedado, iba a tener que tomar alguna cosa, un clonazepam o algo así para poder dormir, porque ahí sí me iba a enroscar sentado en el sillón, o en la cama cuando quisiera dormir iba a pensar de más y a hacer cuentas, a poner cosas en una balanza y no iba a poder dormir. Volví a la plaza anterior a la principal y mientras estaba buscando las llaves volvió a sonar mi celular con la palabra MADRE para ver si las había encontrado, y yo aproveché para decirle que había paro de colectivos, que tenía que venir a buscarme en su auto. “Pero todavía no” le dije; “quiero llegar hasta el auto; no vengas hasta que no te avise”. Y volviendo para el auto cuando doblé por la calle de Facundo había un taxi parado en la puerta, con el baúl abierto repleto de bolsas blancas de nylon con productos adentro. De algún lado apareció la mamá de Facundo (sin Facundo) y me dijo “llegás justo para ayudarme a bajar las cosas”. Yo le dije que sí, que no había problemas, y antes de empezar a bajar la cantidad increíble de bolsas entré al living y dejé las dos cajas con los lentes de sol adentro. Terminamos de bajar las cosas y cuando le dije que tenía el problema que tenía me dio unos números de cerrajeros las 24 horas. Los agarré y fui hasta el auto a ver no sé bien qué cosa, intenté abrir las cuatro puertas y estaban cerradas, llamé al cerrajero y me atendió un contestador automático.
Volví hasta la casa de Facundo y volvió a sonar mi celular con la palabra MADRE. “Encontré una llave con el signo de Renault” me dijo, “pero me parece que es de otro auto”. “Traéla” le dije yo y empecé a signar todo en términos de, ahora por lo menos, una esperanza concreta. “Es un hecho mínimo, para nada grave, contingente” pensé en relación a las llaves y llamé por teléfono a la mamá de Facundo porque no escuchaba los golpes de la puerta. Y una vez que me abrió, la espera a que mi mamá trajera esa posible llave se centró en eso, en lo contingente y trivial de haber perdido unas llaves, en contraposición a toda una serie de, en algún punto, catástrofes posibles a las que un conductor de autos está expuesto. Sentados en el living, con la cantidad excesiva de bolsas blancas llenas de productos desparramadas por el piso, la mamá de Facundo me contó cómo le habían robado cuando todavía manejaba cinco autos. Cómo habían sido casi todos recuperados por la policía y cómo los había ido a buscar a lugares inhóspitos. Me contó cómo, durante la época de la guerra de Malvinas, había volcado en la ruta por tener las luces tapadas para no ser vista por radares ingleses. Cómo había aparecido un auto de frente y ella se había ido a la banquina, llevando tres pasajeros más a las seis de la mañana, y cómo las camperas infladas y el cinturón de seguridad les habían salvado las vidas. Me contó cómo había golpeado la cabeza contra el asfalto cuando el auto volcó en la oscuridad de esa mañana insipiente, yendo a un pueblo de la zona a dar clases de inglés: las luces tapadas a radares militares ingleses para dar clases de inglés. Y mientras escuchaba entre las bolsas blancas de nylon, por momentos se me venía a la mente una huella con la forma de un rombo, inevitablemente, rombo que tenía la llave que al final trajo mi mamá y que abrió la puerta de mi auto, y que terminó de resignificar (o de devolverle la dimensión que tenía en un principio) esa compra que había hecho con Linares más temprano de dos pares de lentes de sol. Todo es una cuestión de estados de ánimo ratifiqué, y los estados de ánimo cambian.