DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (II)

Gaspar nunca había tenido la estatura moral para ser un militante. Lo más parecido a una actividad comprometida políticamente había sido el 27 de octubre del 2010, cuando fue censista durante el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas, en un barrio histórico de Bahía Blanca. Con la carpeta reglamentaria había empezado por la calle Falcón, para dar la vuelta y terminar en una casa antes del barrio inglés. Adentro de la cuarta casa censada la mujer que estaba entrevistando le dio la noticia de la muerte de Néstor Kirchner. Se la veía extasiada. Había prendido el televisor y consumía las imágenes con devoción. Prácticamente las dos cuadras que le tocó censar pertenecían a las mismas capas medias antiperonistas. No eran estratos altos: nadie lo recibió descorchando un champagne. Incluso una de las últimas casas estaba por debajo de la línea de pobreza. Lo atendió un señor mayor que lo hizo pasar hasta el centro de la manzana, por un pasillo largo y un patio interno repleto de cactus en macetas del tamaño de un llavero. Néstor, así se llamaba el entrevistado, le dijo que era esquizofrénico y –a diferencia del resto de la cuadra– que estaba muy triste por la muerte de su “tocayo”. Cuando llegó a su casa Gaspar se puso una camisa negra y volvió a cruzar la ciudad para visitar a Rodrigo. Le parecía que la situación histórica lo ameritaba y, si bien ninguno había pronunciado nunca su simpatía por el kirchnerismo, supuso que no estaba fuera de lugar. Efectivamente compartían un kirchnerismo implícito, cívico, burgués, domiciliario y crítico. En principio nada de lo que pudieran estar orgullosos. Los días siguientes se dedicó a mirar el velorio por televisión, el cajón cerrado con la bandera argentina en el centro del Salón de los Patriotas Latinoamericanos de la Casa Rosada, Cristina Fernández vestida rigurosamente, los mozos llorando, la hilera interminable de gente y se sintió muy conmovido. 

Gaspar concebía la política en tres niveles. En una primera instancia estaba el filtro de la televisión, una forma de política como espectáculo que traía de su primera aproximación a la vida pública en los noventa, cuando todavía era un adolescente. Casi tres meses y medio después de que cayeran las torres gemelas, el 19 de diciembre, estaba en una pileta en el barrio Patagonia. Era la casa de un compañero de clase, inmensa, con un patio cuidado con árboles y un quincho en el fondo del terreno. Habían estado pasando el rato, adentro del agua y afuera, jugando al fútbol y tomando cerveza. En un momento, cuando entraron a la casa a buscar otra botella, alguien prendió el televisor y vio los camiones hidrantes en la Plaza de Mayo reprimiendo a los manifestantes. El día se oscureció inmediatamente, sobre todo para él que se quedó adentro durante tres horas viendo las imágenes en vivo. En ese momento Mauro agarraba un pedazo de baldosa en Avenida de Mayo y lo tiraba contra una columna de policías que disparaba balas de goma. Hacía dos años que vivía en Buenos Aires y uno que militaba en una organización peronista. Ahora la policía montada los había disgregado a palazos para diferentes puntos. Había visto cómo se llevaban gente de los pelos, cómo le pegaban a una señora de setenta años y la dejaban en el suelo. Y un chorro de agua con una presión altísima les daba de lleno desde una calle lateral. Cuando se levantó del suelo corrió para donde pudo, completamente mojado, y se encontró con un grupo de manifestantes que le dieron ayuda. Así pasó el resto del día, escuchando gritos y disparos, respirando humo entre las cúpulas borrosas de los edificios históricos. Las sucursales de los bancos estaban devastadas, los vidrios rotos, las paredes escritas, las calles anchas regadas de piedras. Sobre el atardecer, cuando volvía para la zona de Congreso, Mauro se quedó un rato frente a una montaña de cubiertas prendidas fuego que producían un humo negro todavía visible. Más tarde, ya en su monoambiente de la calle Sarandí, prendió el televisor y pudo ver las imágenes con letras sobreimpresas, y extrañamente recién ahí entendió la verdadera dimensión de las cosas. Al revés, Gaspar, después de mirar tres horas de represión televisada en una habitación oscura cuando afuera había un sol tremendo, salió al patio y fue hasta la pileta, se arrodilló y tocó el agua, se lavó la cara y volvió a meter las manos en esa sensación líquida, como una forma de reposición de lo real. 

 En una segunda instancia para Gaspar la política tenía una dimensión arquitectónica; estaba, podría decirse, en los edificios del poder: la Casa Rosada, el Congreso y la Quinta de Olivos. Los había conocido gracias a Petrovna, un ex amigo de su papá de ascendencia rusa, un tipo raro que vivía de un gimnasio que había construido con chatarra y que tenía un certificado de invalidez por un problema crónico en el tobillo. Gracias a ese certificado, Petrovna tenía acceso a viajes gratis a todo el país y muchas veces Gaspar lo acompañaba a Buenos Aires a hacer algún trámite. En las horas muertas, en más de un viaje había hecho las visitas guiadas de la Casa Rosada y el Congreso y caminaba alrededor de la Quinta de Olivos, pensando que en esa cercanía de los edificios podía entender materialmente los resortes que condicionaban su potencial, sus limitaciones y sus expectativas de vida: los grandes salones de la Casa Rosada, el Patio de las Palmeras, las pinturas en los descansos de las escaleras de mármol, el despacho presidencial con las áreas divididas como en un departamento (una pequeña recepción, una sala de estar con sillones, el escritorio amplio), los pasillos intrincados del Congreso, las puertas que daban a lugares inaccesibles, la araña monstruosa que cuelga desde la cúpula. En una de esas visitas al Congreso, un miércoles de invierno que entró por Yrigoyen y salió por Rivadavia cuando ya era de noche, vio a un notero de TN con un camarógrafo y un sonidista haciendo tiempo en la antesala del Salón de los Pasos Perdidos. Gaspar pasó con el grupo turístico, se detuvo en los cuadros inmensos que cuelgan en los costados del Salón y una vez adentro del recinto tuvo que escaparse de la comitiva porque se le hacía tarde para encontrarlo a Petrovna y llegar a Retiro. Mientras la guía hablaba sobre detalles del protocolo de las sesiones, Gaspar se fue yendo hacia atrás en el palco desde donde se veían las bancas de los diputados, las butacas cerrándose en una herradura hasta la mesa del presidente, y volvió a la oscuridad inmensa del Salón de los Pasos Perdidos donde la luz de la cámara de TN recortaba la figura expresiva y pictórica de Nilda Garré. Garré se tocaba la oreja sosteniendo una cucaracha, asentía con la cabeza ante la interpelación que le hacía Nelson Castro desde el estudio de televisión. Pero de este lado de las cosas, donde no había una pantalla partida sino la realidad interior y oscura del Congreso, la escena era pura visualidad: el ambiente retumbaba en un eco vacío. Gaspar se quedó un poco ahí, sacó una foto sin flash desatendiendo los gestos también silenciosos de un guardia de seguridad y escuchó el principio de la respuesta de Garré: con dificultad, tragando saliva marcadamente en la construcción de las oraciones, respondía sobre la situación judicial de un abanico de diputados y allegados al kirchnerismo. En cuanto a la Quinta de Olivos tenía mucho menos: el paredón largo, las farolas, el arbolado (las palmeras, los jacarandá), las calles internas (curvas, bien pavimentadas) que podía ver desde adentro del tren Mitre, apenas por encima del nivel del paredón. 

Seis meses después del estallido social del 2001 Gaspar acompañó a Petrovna a una consulta médica, y en seguida de dejarlo en el Hospital Italiano fue a la Plaza de los Dos Congresos a encontrarse con Mauro, con quien había quedado para comprarle seis porros de paraguayo prensado. Tenían dieciocho años y con el tiempo esta charla iba a recortarse como el tercer nivel de la política: si tuviera que enunciarlo, Gaspar hubiera dicho “el de la autonomía más plena”. Desde hacía un tiempo Mauro se había convertido en aspirante a secretario de un primera línea del gobierno. Hacía militancia de base pero también tenía acceso a algunas reuniones privadas e incluso en un par de oportunidades había escuchado al presidente en persona. Eduardo Duhalde había accedido al poder el 2 de enero del 2002 gracias a la Ley de Acefalía, lo que motivaba chistes internos en torno a la dimensión de su cabeza. Pero la realidad era que este hombre de estatura inferior y cabeza desproporcionada irradiaba una energía brutal, quizás la más fuerte que Mauro había sentido en presencia de alguien. Duhalde ya había devaluado la moneda dando fin a la Ley de Convertibilidad de Domingo Cavallo y había generado cierta sensación de quietud después del caos reciente. Y en materia social (esta es la noticia que le daba Mauro junto con los seis cigarrillos) estaban por implementar un plan de contención para todo el conurbano: lo que después se conoció como el Plan Jefes y Jefas de Hogar. Gaspar sacó cuentas: se imaginó el Congreso que tenía a la vista, la plaza que desemboca en la avenida y sigue ancha hasta la 9 de Julio, todo repleto de piedras y palos y balas de goma, de humo negro de cubiertas, de sangre todavía fresca. Pensó en los niveles de pobreza, en la construcción mediática que aparecía como cuenta progresiva en las pantallas: el RIESGO PAÍS. Pensó en la cantidad alarmante de personas revolviendo cartón. 

– ¿Pero cuántos millones necesitás para contener a tanta gente?

– No sé, ni idea, un montón –le respondió Mauro.

– Es impracticable… Van a hacer cualquiera.

– Entonces haremos cualquiera –le dijo Mauro siendo hablado por Duhalde–. Pero la cosa es que lo vamos a hacer.

Esta respuesta, concreta y sencilla, encerraba la lógica autónoma de una práctica que a Gaspar le resultaba inaccesible: hacer lo que había que hacer incluso sin los recursos para hacerlo. Semejante nivel de pragmatismo era la política: los pasillos anchos y fríos del Congreso, y sobre todo los de la Casa Rosada, dejaban de ser el escenario de un recorrido turístico para convertirse en el lugar donde se resolvían las cuestiones prácticas, aquellas con un efecto inmediato en las personas. En definitiva, un lugar de trabajo. Más adelante, cada vez que viera la cúpula verdosa por las inclemencias del tiempo, o la estructura asimétrica de la construcción colonial de espaldas al río, Gaspar se iba a repetir como en un rapto: “trabajo, trabajo, trabajo”. Él no podría haber estado ahí, peleando por avanzar en las líneas del poder, tomando nota de la filosofía del presidente: era un gran espectador de televisión, uno crítico y sagaz, podía leer entre líneas y gestos en los discursos públicos de toda índole, pero no podría haber pensado en transformar la sociedad de esa manera tan concreta. El 27 de octubre del 2010 había escrito en Facebook: “Réquiem para quien reconstruyó la autoridad presidencial”. Siempre había considerado a Néstor Kirchner “su primer presidente”. Y si bien seguía siendo cierto, en el sentido electoral del término, ahora se daba cuenta de que en realidad la primera figura política fuerte que había marcado a su generación (más allá de Menem durante su preadolescencia) era precisamente Eduardo Duhalde.

Gaspar puso National Geographic: dos delfines nadaban sobre el fondo compacto de un océano celeste. Llevaba una hora frente a la pantalla y todavía le quedaba medio vaso de vino arriba de la mesa. Pensó en Mauro: hacía varios meses que no lo veía. Cambió de canal sin detenerse en ninguno. A veces le gustaba sentir el espacio negro entre los canales, esa sensación en la cabeza aunque finalmente lo terminara por descomponer. En realidad hacía mucho que no salía ni veía a nadie. Su vida se había ido reduciendo a unos pocos lugares predeterminados y al encuentro esporádico con personas apenas conocidas (cajeras de supermercados, bibliotecarias, cerrajeros, mecánicos). Cuando el zapping se detuvo en una imagen estática (una infografía sobre la nueva conformación de la cámara de diputados) Gaspar pensó en el agujero negro en que se había convertido su vida social. (Sigue acá – Parte 3)

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Un pensamiento en “DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (II)

  1. […] Gaspar se levantó y fue a la cocina a servirse un vaso de vino. Por la ventana podía verse que había llegado la noche en todo su potencial: la oscuridad cerrada, pocos autos pasando, el silencio solamente interrumpido por el canto de unos grillos. Se refregó los ojos calientes y volvió al televisor. El vino le produjo una caída de la ansiedad que supuso visible como las imágenes en la pantalla. En Canal 26 reproducían un audio de Ernesto Tenembaum donde decía que Elisa Carrió, en el debate de candidatos de TN, acababa de mostrar una faceta oscura cuando sostuvo que existía un veinte por ciento de probabilidades de que Santiago Maldonado estuviera en Chile. Todo este tiempo, los años pasados, Tenembaum no había sido un operador político sino sencillamente un imbécil. Puso TN: “El plan de CFK para evitar la derrota”: la columna que Federico Andahazi (con un jopo que parecía de plastilina, lentes de pasta negros con las patillas naranja y un saco azul que le llegaba casi hasta las rodillas) hacía sobre la “psicosis de la expresidenta”, sentado en una barra con Alfredo Leuco, que a su vez había hecho un editorial de aproximadamente cuarenta minutos sobre “un plan sistemático de mentiras a la sociedad”. La televisión, sin lugar a dudas, era la ventana más palpable a la vida pública. (Sigue acá – Parte 2) […]

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