DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (III)

Dos días atrás había hecho algo que no solía hacer: atender un número “privado”:

– Buenos días, ¿con Gaspar Godoy?

– Habla él.

– Lo estamos llamando de Claro para ofrecerle un plan que tiene un precio en el mercado de 250 pesos, pero por ser nuestro cliente se lo estamos ofreciendo a 150. El plan consta de llamadas ilimitadas a todos los número Claro del país, un giga por día para navegar en internet y cien mensajes de texto a cualquier número de cualquier compañía.

– No me interesa –le respondió Gaspar después de haberla dejado desarrollar su discurso.

– Si usted me dice su número de DNI podemos corroborar su estado de cuenta.

– Es que no me interesa.

– Seguramente con sus cargas prepagas estará superando el monto de 150 pesos. Esta es una oportunidad que…

– Cargo 50 pesos por mes.

– ¿Cómo 50 pesos? La llamada local le sale 2,36 y cada mensaje 1,18.

– Cargo 50 pesos y me sobran 40 –le respondió Gaspar–. Todos los meses le hago la misma carga solamente para desactivar una alarma si llegara a sonar. 

– Gracias por su tiempo –le respondió la operadora sin dar más vueltas– Lo volveremos a llamar en otra oportunidad.

Gaspar estaba solo. Hacía un año por primera vez había tenido algo parecido a una amiga, pero ya habían dejado de comunicarse. Los días pasaban casi en su mayoría iguales, más allá de las diferencias del clima, del sol radiante o el viento, de las nubes con agua o la oscuridad de la noche, por lo general hasta largas horas frente a la pantalla. Si tuviera que resumir ese transcurrir diario, tanto diurno como nocturno, Gaspar hubiera pensado en su pieza oscura. Era un lugar donde se sentía bien. Por lo demás, veía casi diariamente a su mamá y los fines de semana a su papá. Muy de vez en cuando a su hermana y cada dos semanas a su abuela. Tenía familia. Los veía, se juntaba a comer con ellos, pasaban las horas en silencio frente al televisor. A veces se ocupaba de la casa: cortaba el césped, limpiaba la canaleta, lavaba los pisos, cambiaba las sábanas, iba al supermercado a comprar cosas para el desayuno, regaba las plantas. Acariciaba y le daba de comer a una perra negra que lo visitaba religiosamente. Pasaba grandes períodos en silencio. Más que en silencio pasaba horas sin hablar con nadie, porque cuando estaba solo hablaba en voz alta, en la calle o cuando recorría el trayecto del patio desde la puerta de entrada hasta las pocas plantas del jardín.

Antes había habido fiestas: reuniones con artistas o gente aproximada al mundo del arte, con luces y música y comida para comer con los dedos en habitaciones o casas o museos públicos. Había habido gente: red de relaciones, simpatías y antipatías, un flujo de energía funcionando. Iba a esas reuniones, lo invitaban y él iba, pero nunca se había sentido adentro de nada. No era un artista, sino alguien que miraba y a veces se emborrachaba o consumía alguna droga. De todas maneras las fiestas habían existido y ahora no. Ya no había nada, solamente un par de amigos que no veía casi nunca, los encuentros con su familia y las horas largas en silencio o hablando solo, recorriendo el patio con una manguera, con una carretilla, con un balde de veneno para las hormigas. 

Algunos domingos manejaba hasta el centro y caminaba por las calles vacías. Paseaba por las semipeatonales, por la plaza central, por la avenida Colón. Los negocios estaban cerrados. Los locales que en la semana vendían teléfonos celulares tenían las persianas bajas. Se sentaba en la Plaza del Sol y contemplaba los distintos niveles de las veredas internas. Le parecían hermosos: ahora los miraba y pensaba en un inminente proyecto urbanístico que había leído en el diario, una propuesta para nivelar la plaza a ras del suelo. Esto le parecía una tragedia. Le gustaba sentarse en un banco y ver las escaleras del anfiteatro, los árboles saliendo desde más arriba, el puente que da al estacionamiento del mercado municipal: un complejo entramado de líneas. Contra este paradigma forjado en los años setenta, la municipalidad, con un crédito del Banco Interamericano de Desarrollo, quería remodelar el centro y con ello tirar abajo los desniveles típicos de esa plaza algo oscura, ya que configuraban un modelo de plaza cerrada que, según el promotor del nuevo proyecto, había sido “un fracaso”. En palabras del arquitecto, la plaza en la que estaba sentado Gaspar había perdido “su carácter de plaza o paseo, [tenía] problemas de accesibilidad, [era] un lugar inhóspito y funcionaba sólo esporádicamente con actividades muy puntuales”. Justamente estas eran las características que lo atraían a Gaspar. Ahora iban a “abrir” la plaza y a colmar las veredas internas de locales gastronómicos. En unos meses, cuando el trazo supuestamente modernizador de la nueva administración dejara todo al nivel del suelo, Gaspar iba a perder uno de los pocos lugares que solía frecuentar y la ciudad, que de por sí era reducida, se iba a volver todavía más chica. 

A la vuelta pasaba por la iglesia de calle Güemes y, aunque no practicara la religión, a veces entraba y se sentaba en un silencio que consideraba más espeso que el del propio recorrido. Ese orden frío y oscuro de lo sagrado, la manera en que el ambiente podía ser modificado desde una clave material, le llamaba la atención y lo valoraba plenamente como una virtud. Después, unas cuadras más abajo camino a la Plaza Moreno pasaba por lo de Benjamín y desde hacía un año se limitaba a levantar la cabeza para mirar el balcón. Había dejado de tocar el timbre porque Benjamín se estaba juntando con quien en otro tiempo había sido un amigo en común pero que ahora había roto el vínculo con Gaspar. Gaspar todavía no se daba cuenta de que su casi nula vida social no respondía solamente a un movimiento de retracción natural, a un ensimismamiento propio de su naturaleza, sino también a una dimensión política. Había un cuarto nivel de la política que nunca se había puesto a pensar y que tenía que ver con las relaciones cotidianas. La mayoría de sus vínculos, algunos incluso por momentos muy estrechos, se habían ido diluyendo por distintas diferencias: amigos se habían alejado paulatinamente, conocidos ya no lo saludaban en la calle o la biblioteca, gente con la que había compartido trabajos habían dejado de ser una posibilidad laboral. Incluso los encuentros con los amigos que todavía le quedaban eran espaciosos, y después de cada salida él mismo sentía que tenía que pasar un tiempo considerable hasta que volvieran a verse, porque llegaba a su casa con la sensación de haberse sobreexpuesto, de haber hablado demasiado. Si quería conservar estos vínculos residuales (y quería hacerlo) lo mejor era que las salidas se produjeran a intervalos espaciados.

De la Plaza del Sol volvía directo para su auto, por lo general estacionado en la Plaza Moreno, y de ahí manejando hasta su casa. A esa hora la gente estaba sentada en reposeras en el Parque de Mayo. Volvía por el centro vacío y atravesaba el macrocentro percibiendo cómo la ciudad se deshacía en casas más bajas hasta la periferia donde se volvían discontinuas. Y desde hacía poco estos momentos vacuos, sin duda intrascendentes, en los que Gaspar se sentaba y dejaba pasar las horas sin grandes sobresaltos, y que componían ni más ni menos que su cotidianeidad (una masa repetida de lo mismo), se habían empezado a recortar como algo más que un sencillo devenir. A partir de una inquietud desplegada en una serie de lecturas críticas, estos momentos intrascendentes habían pasado a formar parte de un proyecto de escritura. (Sigue acá – Parte 4)

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Un pensamiento en “DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (III)

  1. […] Gaspar puso National Geographic: dos delfines nadaban sobre el fondo compacto de un océano celeste. Llevaba una hora frente a la pantalla y todavía le quedaba medio vaso de vino arriba de la mesa. Pensó en Mauro: hacía varios meses que no lo veía. Cambió de canal sin detenerse en ninguno. A veces le gustaba sentir el espacio negro entre los canales, esa sensación en la cabeza aunque finalmente lo terminara por descomponer. En realidad hacía mucho que no salía ni veía a nadie. Su vida se había ido reduciendo a unos pocos lugares predeterminados y al encuentro esporádico con personas apenas conocidas (cajeras de supermercados, bibliotecarias, cerrajeros, mecánicos). Cuando el zapping se detuvo en una imagen estática (una infografía sobre la nueva conformación de la cámara de diputados) Gaspar pensó en el agujero negro en que se había convertido su vida social. (Sigue acá – Parte 3) […]

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