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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (VII)

Aunque se había replegado del consumo de las redes sociales su piel tecnológica estaba manchada. Si podía jactarse de haber llegado a los 35 años sin ningún tatuaje, ahora se arrepentía de haber abierto tantos perfiles públicos en internet. En relación a usos del pasado, podría decirse que tenía un black out en todo el cuello. Sabía muy bien que en el mundo digital “todo contacto deja una huella”. Ahora la mayoría de los perfiles seguían abiertos pero solamente entraba de vez en cuando para revisar las bandejas de entrada y mirar de reojo las líneas de tiempo. Estos recorridos, a diferencia del zapping televisivo que arrastraba sedimentado desde el siglo anterior, habían llegado a representarle el hartazgo de lo siempre igual. La lengua totalizante de Facebook humedeciendo la cotidianeidad insignificante de casi absolutamente todos: desde personas desconocidas (adolescentes frente al espejo o jubilados en días de pesca) hasta profesores universitarios compartiendo el desayuno. Semejante flujo le resultaba agotador. Desde hacía poco además Facebook había adquirido un carácter fantasmal, en el sentido de que a partir de un algoritmo, que efectuaba un proceso de rastreo por las actualizaciones, obligaba a los usuarios a recordar fragmentos de vida que habían pasado años atrás, pero sobre todo porque otra masa de recuerdos, en el revés de actualizaciones nunca hechas, quedaba, como diría Trotsky, “en la noche oscura del yo aislado”. La brevedad de Twitter, que en sus inicios le había atraído, se había contorsionado hasta duplicarse: cada actualización, en el mismo tono cínico repetido en las diferentes cuentas, se había vuelto un bloque compacto de letras que invitaba a cambiar de ventana. El mosaico de Instagram, por otro lado, de reciente aparición, le había resultado esclarecedor: las fronteras difusas entre lo que la gente publicaba con pretensión industrial y las publicidades que aparecían en la misma línea de tiempo emulando un falso amateurismo evidenciaban los monstruos que, después de un siglo de existencia, habían producido los sueños de la razón vanguardista. Si al principio le resultaban divertidas las trasmisiones en vivo de Rodrigo Cañete en la oscuridad de un restaurante de Puerto Madero burlándose de los modales de Esmeralda Mitre a tres mesas de distancia, rápidamente lo iba a aburrir el aparente catálogo de taxi-boys y escorts en las playas de Río de Janeiro en que se iba a convertir esa cuenta, y por extensión toda la plataforma. Para Gaspar la vitalidad de las redes sociales había acabado con la muerte de Fotolog. En aquella época, en los márgenes de los perfiles de esa tribu urbana que se juntaba en las esquinas de todo el país con musculosas flúo y peinados en serie, había abierto una cuenta queriendo emular la voz de un idiota: /chequeten. Después de cada actualización diariamente recolectaba mensajes de incomprensión y de odio: en los coments los adolescentes solían insultarlo, por lo general repitiendo la palabra “down”, pero también le dejaban otras cosas; por ejemplo, fue durante el período del flog cuando vio que era posible dibujar con palabras y signos de puntuación, mucho antes de conocer el concretismo:

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°°°°°°°°°°°°|

°°°°°°°°°°°°|\ Y pasé 

°°°°°°°°°°°°|_\ también

°°°°°°°°°°°°|__\ navegando

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En su computadora tenía varias carpetas que pretendían conformar una especie de trabajo arqueológico de ciertos discursos que habían aparecido con el cambio de siglo. Una de ellas se llamaba “MSN” y tenía un archivo con un copy and paste que decía así:

Gas says:

uus

Manu77 says:

que le dieron?

Gas  says:

saraza

Gas says:

Manu77 says:

jajajaj

Gas  says:

bananas por culo

Manu77 says:

y ahora andan con adrenalina

Manu77 says:

se la robo rodrigo del hospital

Gas  says:

de qué hospital

Manu77 says:

del español creo

cuando diego se accidento y lo fue a ver

Gas  says:

ah, diego se accidentó

Manu77 says:

se robaron adrenalina

Manu77 says:

si se partio en la moto

Gas  says:

se va a matar

Manu77 says:

se le cruzo un perrro

Gas  says:

jaja

Manu77 says:

la quiere vender

Gas  says:

uuh

Manu77 says:

dice que lloro tanto del dolor que se desmayo

Gas  says:

jajaj

Gas  says:

es que la motito es muy liviana y él tb

Manu77 says:

bordeando la villa qulmes

Gas  says:

yy

Gas  says:

che y se robaron adrenalina

Gas  says:

chamuyo

Manu77 says:

no yo la vi

Gas  says:

cómo es

Manu77 says:

lo unico que te puedo contar es que leampoya esta sellada y con el frio o el calor se achica el liquido o se expande mal

Manu77 says:

una ampoyo como de un centimetro y medio

Manu77 says:

1/4 de eso es mio

Gas  says:

y qué entraron a un laboratorio y vieron un tubo de ensayo una ampoya que decia adren y la robaron

Manu77 says:

si ponele

Gas says:

y la tomaron?

Gas says:

o se la inyectaron, o no sé qué carajo se hace con eso?

Manu77 says:

estan en etapa de estudio

Gas says:

ahh, que hablen con la monja verde

Manu77 says:

yo haria lo mismo

aver si me pico algo que me mata

Manu77 says:

huuu y esa?

Manu77 says:

con ese nombre debe saber de todo

Manu77 says:

eso es re endovenoso

Gas says:

sii

Manu77 says:

y nadie se va a animar

Gas says:

cinturón a la boca y mandale aguja

Manu77 says:

si te encuentran con un porro en tu casa es entendible

pero que les decis si te tienen que ir a buscar al hospital por meterte eso en la sangre

Manu77 says:

vos no fuiste a sierra con baltazar y alguien mas

y tenian adrenalina de mono o algo de eso

Gas says:

no, glándulas pineanas

Gas says:

mentira

Manu77 says:

haa

Gas says:

el pitufo llevó nomeacuerdo qué boludez y le dijo al negro que era heroina o algo así y se la hizo tomar con cucharita caliente por la boca

Gas says:

no, le dijo que era morfina

Manu77 says:

jajajajaja

Manu77 says:

jajajajaj

Gas says:

jaj, no: nomeacuerdo bien qué cosa era

Manu77 says:

un amigo el pitu

Gas says:

nada mortal

Manu77 says:

haaa

Gas says:

no esd que le hizo tomar sal dicendole que era merca

Manu77 says:

jajajajajajajajaajja

Manu77 says:

se re quemo

Gas says:

como ha pasado

Gas says:

creo que hutchinson una vez

Manu77 says:

que te tomaste vomito de ignacio

Gas says:

tomó

Gas says:

sal

Manu77 says:

en bonita

Gas says:

cómo

Gas says:

se re quemó que te tomaste…?

Manu77 says:

para

Manu77 says:

se quemo la napia con la sal

Gas says:

hucthinson?

Manu77 says:

para

Manu77 says:

nada

Gas says:

yo tomé vomito de ignacio

Gas says:

y qué pasó

Manu77 says:

si pensando que era birra

Gas says:

sí, y qué pasó con que se quemó quién qué cosa esa noche

Manu77 says:

no era otra cosa

Gaspar tomó el último trago de vino y dejó el vaso vacío en la mesa. En canal Gourmet una monja cocinaba un suflé de papa y queso. Fue al baño y se miró los ojos rojos de tanta televisión. Volvió al living y apagó el aparato. Sobrevino un momento de oscuridad y silencio que lo reconfortó. Fue a la pieza y se sentó en la cama todavía a oscuras, se sacó el pantalón y la fricción produjo electricidad. Unos relámpagos en miniatura iluminaron sus piernas y parcialmente los pliegues de las sábanas.

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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (VI)

A veces Gaspar pensaba que tenía que abandonar toda sustancia estimulante pero al poco tiempo le parecía que lo que lo mantenía de pie era justamente la construcción drogadicta de un sistema alternativo. Porque queriendo ser conservador, para no deteriorarse más de la cuenta, por un lapso de tiempo no consumía drogas y ahí estaba su error: le explotaban los nervios. Capaz la manera de estar bien fuese agotar la vida haciendo uso de todas las herramientas disponibles: había fumado porro, hash, nevados, jalado pegamento, inhalado algispray, esnifado cocaína, semillas de cebil, ketamina, tomado ácido lisérgico, GH, ajenjo, valium con cerveza, hongos, y después, ya de grande y de manera no recreativa, clonazepam. Había estado en un ambiente psicoactivo. Y si bien había tenido la oportunidad, no había consumido adrenalina: Rodrigo, después de que Diego chocara con la moto, mientras era atendido en un hospital público, había robado una ampolla y se la habían inyectado en su casa con Nicolás. (Sigue acá – Parte 7)

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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (V)

Su primer trabajo formal había sido como “corrector de segunda” (técnicamente así se llamaba el puesto) en una editorial de contenidos pedagógicos para distintas partes del mundo. Fue una incursión en el universo de la empresa privada. Tanto la lógica del trabajo como el propio edificio seguían el modelo americano: una estructura vidriada que en los pequeños detalles aparentaba ser amigable. Durante los primeros meses su trabajo consistía en llegar y sentarse en una mesa compartida con otros correctores en la que corregían borradores de revistas que les bajaban los diseñadores. La oficina quedaba en el último piso y estaba pegada a una pecera transparente donde los jefes de corrección podían controlarlos. Se trataba de corregir diferentes artículos y, cuando no había nada para hacer, de simular el trabajo. Lo bueno de la ubicación era que daba a una terraza que, si bien solía llenarse de palomas, permitía sacar la cabeza por la ventana y mirar el cielo. Atravesando esa terraza había un salón de usos múltiples en el que, por recomendación de una psicóloga laboral, habían puesto juegos (en desuso casi todo el tiempo) para que los trabajadores de los distintos pisos pudiesen incorporar el ocio como parte de su proceso productivo. Después de unos meses Gaspar fue pasado a una computadora Mac, encargado de darle una primera corrección a las versiones mandadas por los colaboradores: en general textos muy mal escritos, sin cohesión y repletos de faltas de ortografía. El sueldo era malo. Tenía que conformarse con un regalo que les hacía la editorial el día del trabajador gráfico y con las fiestas que brindaba los fines de cada año, fiestas ampulosas en las afueras de la ciudad donde los dueños que durante el año permanecían prácticamente ocultos llegaban en autos importados y se recortaban como el centro de la escena. Podría haber sufrido esta etapa de su vida pero en realidad estaba contento: la rutina era tan compacta y chata que se sentía seguro. Sin embargo, después de varios ajustes y readecuaciones del personal, un día le llegó un telegrama de despido. Ahora podría haber sentido vértigo por su nueva situación de inestabilidad pero en cambio se sintió liberado. Empezó a trabajar desde su casa para editoriales extranjeras que estaban abriendo páginas en internet sobre diversos temas. Un día tenía que escribir sobre las cinco técnicas anticonceptivas más efectivas; otro día, sobre los lugares turísticos más exóticos del mundo (el hecho de no conocer los países al parecer no era un problema para las editoriales), o sobre los beneficios del aceite de oliva. Solamente una vez le había tocado escribir algo de interés político: sobre las fallas en el sistema parlamentario de Inglaterra y sus diferencias con los presidencialismos. A la distancia, podría pensar esta nueva etapa como parte del proyecto flaubertiano de escribir la nada.  

Dentro de estos márgenes estrechos estaba cimentado su vínculo con el trabajo. Un 10 de enero a las dos de la tarde, con 40 grados de calor, atravesó la ciudad prácticamente vacía para renovar el carnet de conductor. Cuando tuvo que llenar las planillas informativas, como las últimas veces, se declaró donante de órganos. Siempre lo había pensado como una manera de sobrevida, no solo de la persona a la que le efectuaran el trasplante sino de sí mismo, pero ese día levantó la vista y se detuvo en la gente que hacía las colas para las distintas dependencias de los trámites y se replanteó si quería ser alojado en uno de esos recipientes: en esa señora de estatura inferior con una bolsa de la Cooperativa Obrera, en ese adolescente medio obeso, en ese señor de bigote finito. Después, a la vuelta, arriba del auto que había quedado al rayo del sol, frenó en el semáforo de Sixto Laspiur y Rondeau y vio a un obrero, en cueros, removiendo adoquines y paleando escombros. El teléfono celular arriba del auto, las llaves, el volante, la palanca de cambios, todo estaba caliente y Gaspar pensó en el abismo que separa al trabajador intelectual del trabajador físico. ¿Pero qué implicaba esa separación? Mientras duró el semáforo pensó en el sistema como una inmensa maquinaria con engranajes muy precisos. Había labores políticas que se llevaban a cabo desde una oficina; burocráticas, como la de los empleados municipales de la Dirección de Tránsito y Transporte de donde volvía manejando; o musculares, como la de este obrero que con un grado altísimo de materialidad, brillando abajo del sol por la transpiración, estaba haciendo que esa maquinaria social, sofisticada pero a la vez defectuosa, avanzara visiblemente. Gaspar, que se dedicaba a una tarea mucho más volátil, la de pensar y escribir artículos sobre diversos temas para activar motores de búsqueda, tenía que llenar palabras en un ecosistema pensado para que funcionara así y, también, cuando mandaba un posteo, el sistema avanzaba en su lógica aditiva, crecía el universo textual: los resortes del capitalismo hacían que fuera necesaria la novedad aunque lo nuevo fuese reescribir todo el tiempo lo mismo. Pero lo de este obrero era otra cosa: en ese calor estático se volvía demasiado palpable. Mientras el aparato de difusión en cada pantalla recomendaba usar ropa clara y evitar el ejercicio físico en horarios inadecuados, el sistema lo había puesto ahí justamente para que la cosa avanzara. Y eso pasaba a la vista de todos (aunque la calle estaba vacía): en cada palada decrecía la montaña de escombros y la ciudad estaba más cerca de transformar esa calle empedrada durante el siglo XIX en un gran macizo de hormigón; es decir, de ir hacia algún lado.

Gaspar agarró el control remoto y fue hacia los canales altos. Daban un programa sobre acumuladores compulsivos. Cada capítulo duraba media hora y al finalizar empezaba otro sobre la misma temática. Era una especie de maratón de fin de semana. Miró uno tras otro. Ese sumergirse en una serie le resultaba una experiencia verdaderamente estimulante. (Sigue acá – Parte 6)

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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (IV)

Gaspar nunca había tenido una escena de escritura que se presentara como inaugural. No había visto a su papá quemar una biblioteca en el fondo de la casa, porque durante los setenta ni siquiera había nacido. La primera figuración de un escritor real había sido Kozac, un profesor de la secundaria que dictaba un espacio heterodoxo llamado “Medios masivos como formadores de opinión”. A mitad de año, ante la deserción del profesor anterior, Kozac había aparecido en el aula y se había presentado como poeta. Hasta ese día Gaspar no había pensado que existiera la posibilidad de ser semejante cosa. Es decir, de que uno pudiera plantarse frente a la realidad como un poeta. Kozac era autodidacta y ya había publicado en revistas nacionales como Humor y 18 Whiskys. Vivía en una casa antigua en planta alta con un altillo y una terraza que Gaspar iba a terminar visitando, como la mayoría de sus compañeros, porque en el marco de la materia iban a darle forma a una revista y porque en una segunda instancia ahí iban a hacer las fiestas de fin de año. Kozac los recibía sentado en el piso alrededor de una mesa ratona y les convidaba ginebra hecha por él mismo. Fumaba cigarrillos negros, por lo que todo quedaba impregnado con el olor fuerte del tabaco, inclusive su arte poética. Y a su vez su manera de entender la poesía, que destilaba el olor del cigarrillo, se impregnaba en los mismos objetos que habían sido ganados por el humo de los Particulares. A la distancia, Gaspar hubiera pensado la poesía de Kozac como objetivista. Había un conjunto de derivaciones corporales que se volvían materia poética y una serie de textos que se recortaban como un cuerpo con órganos. Ese era Kozac. Una vez, cuando ya vivía en el Abasto, iba caminando por Jean Jaures y un tipo le quiso vender una cámara de fotos digital. Kozac la agarró con una mano, sintió el peso de una maquinaria interna y aceptó la oferta. El tipo agarró de nuevo la cámara y a los ojos de Kozac, con la lentitud de un ilusionista, la metió en su caja. El día siguió con las ramificaciones lógicas del movimiento constante de Balvanera: comió con el gordo O´henry en un restaurante peruano, hablaron de literatura erótica, fue a una librería, a una feria americana, pasó por la oficina de los judíos para los que estaba trabajando y volvió a su departamento. Ya ahí, con una botella de vino abierta sobre la barra sacó del bolso la caja que le había comprado al tipo y sonrió cuando vio que adentro había un jabón blanco tallado a mano con la forma de una cámara de fotos. En el año 2004, cuando Gaspar lo fuera a visitar iba a ver esa escultura sobre una repisa irradiando su aura de objeto único. Ese también era Kozac. En el año 2007, cuando Gaspar y Rodrigo lo volvieran a visitar, los iba a recibir con unas rayitas de cocaína de muy buena calidad e iba a terminar siendo metido en un taxi en doble fila sobre la marea de tránsito de la avenida Corrientes, de nuevo para ir a una reunión con los judíos. Ese también era Kozac: la primera figuración real de un escritor que Gaspar tuvo en su vida. 

Gaspar no quería publicar. Sabía del inmenso movimiento literario que había en su ciudad, pero no le interesaba pertenecer. Leía las convocatorias de la EAPP (la Escuela Argentina de Producción Poética). Conocía a Raimondi, el argentinischer dichter. Entre sus pocos libros tenía una edición de Vox, e inclusive en una oportunidad había ido al espacio de la calle Zeballos. Durante el primer Filba había ido a escuchar algunas mesas. También había ido a algún recital del Festival Latinoamericano, pero se había quedado en el patio tomando cerveza porque el género de la lectura en vivo directamente lo aplastaba. Aunque no había ido nunca, sabía que existía una Feria de Editoriales Autogestionadas. De pasada solía mirar los poemas impresos en gran tamaño, pegados en paredes y vidrieras, a veces en montaje con la palabra “poecía”, grafiteada en muchas zonas de la ciudad. Sabía de este pulso vital pero no quería entrar a ningún circuito. Lo que le interesaba era contorsionar procedimientos narrativos de manera de poder contar la nada. No una hoja en blanco pegada en las paredes de un museo moderno como interrogación a los materiales en tanto medios, sino la nada de Flaubert. Porque si desde hacía poco había una corriente que afirmaba que los escritores del futuro iban a ser los que escribieran programas informáticos con lenguaje de código, para Gaspar, contrariamente, iban a ser aquellos que recuperaran el ethos literario del siglo XIX. Le interesaba Flaubert. Se lo imaginaba juntando las manos largas y elegantes, imitando la forma de una pirámide como ejemplo de una construcción eficaz. Pero sobre todo le fascinaba la idea de romper con esa construcción piramidal (ese ir en dirección hacia algún lado) que estaba incluida en el propio axioma flaubertiano de contar la nada. Desde hacía meses pensaba en escribir un texto sin objeto en el que pudiera desdibujarse a sí mismo. Había hecho un cartel y lo había pegado en su biblioteca, con el trazo grueso de un fibrón negro donde se leía: “Saber escribir lo mediocre”. Este postulado era una posibilidad de dotar de sentido al mosaico de colores neutrales que era su vida. Lo que tenía para contar era su mundo cotidiano: los días junto a su familia en una ciudad del interior de la provincia y los paseos dominicales a la Plaza del Sol. No quería publicar. No había que dilapidar esfuerzos. Lo mismo que el resto de las cosas en las que de una u otra manera se veía implicado, la escritura se trataba de una cuestión de economía. 

La economía, a la inversa, para Gaspar se trataba de una cuestión de narrativa. Durante los noventa, antes de convertirse en escritor, Ezequiel Alemian había sido periodista financiero. En aquella época leía los informes de los bancos de inversión y cada vez que lanzaban un activo nuevo hacía lo propio con los prospectos de emisión, porque estaba obsesionado con entender las formas de constitución del valor de verdad y cómo esas formas del verosímil se relacionaban con la dimensión de lo real. En sus propios términos, “era algo alucinante, demencial”. El mundo financiero se detenía para escuchar lo que decía Alan Greenspan, titular de lo que sería el Banco Central de Estados Unidos. Según Alemian, “Greenspan era como un brujo minimalista que decía siempre más o menos lo mismo, la misma docena de palabras en cada informe, pero siempre cambiaba una coma o una palabra. Desde días antes los analistas debatían sobre lo que diría, y una vez que lo decía debatían durante semanas ese cambio, porque de su interpretación dependía el escenario de las variables financieras en todo el mundo. Lo de Greenspan era como un susurro: los mercados se detenían a oír ese susurro, a interpretarlo”. Sobre los pilares volátiles de este paradigma se erigía el sistema que había formado a Gaspar, que había crecido durante la paridad cambiaria del 1 a 1. Ahora había puesto C5N: un periodista vestido enteramente de gris explicaba las curvas de un gráfico que ilustraba la toma de deuda desde 1976 hasta la actualidad. Se levantó y fue a servirse otro vaso de vino. Tomó un trago y se quedó mirando por la ventana: fragmentos del césped verde iluminados por una luz blanca se recortaban de una masa oscura. Todo parecía estático pero podía intuirse una especie de fragilidad en las cosas. Las horas de televisión y el vino estaban produciendo su efecto conjuntamente. Gaspar volvió al sillón y vio que el periodista señalaba los índices de inflación interanuales. Pensó en el trabajo, en el mundo del trabajo, en sí mismo como un trabajador asalariado. (Sigue acá – Parte 5)

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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (III)

Dos días atrás había hecho algo que no solía hacer: atender un número “privado”:

– Buenos días, ¿con Gaspar Godoy?

– Habla él.

– Lo estamos llamando de Claro para ofrecerle un plan que tiene un precio en el mercado de 250 pesos, pero por ser nuestro cliente se lo estamos ofreciendo a 150. El plan consta de llamadas ilimitadas a todos los número Claro del país, un giga por día para navegar en internet y cien mensajes de texto a cualquier número de cualquier compañía.

– No me interesa –le respondió Gaspar después de haberla dejado desarrollar su discurso.

– Si usted me dice su número de DNI podemos corroborar su estado de cuenta.

– Es que no me interesa.

– Seguramente con sus cargas prepagas estará superando el monto de 150 pesos. Esta es una oportunidad que…

– Cargo 50 pesos por mes.

– ¿Cómo 50 pesos? La llamada local le sale 2,36 y cada mensaje 1,18.

– Cargo 50 pesos y me sobran 40 –le respondió Gaspar–. Todos los meses le hago la misma carga solamente para desactivar una alarma si llegara a sonar. 

– Gracias por su tiempo –le respondió la operadora sin dar más vueltas– Lo volveremos a llamar en otra oportunidad.

Gaspar estaba solo. Hacía un año por primera vez había tenido algo parecido a una amiga, pero ya habían dejado de comunicarse. Los días pasaban casi en su mayoría iguales, más allá de las diferencias del clima, del sol radiante o el viento, de las nubes con agua o la oscuridad de la noche, por lo general hasta largas horas frente a la pantalla. Si tuviera que resumir ese transcurrir diario, tanto diurno como nocturno, Gaspar hubiera pensado en su pieza oscura. Era un lugar donde se sentía bien. Por lo demás, veía casi diariamente a su mamá y los fines de semana a su papá. Muy de vez en cuando a su hermana y cada dos semanas a su abuela. Tenía familia. Los veía, se juntaba a comer con ellos, pasaban las horas en silencio frente al televisor. A veces se ocupaba de la casa: cortaba el césped, limpiaba la canaleta, lavaba los pisos, cambiaba las sábanas, iba al supermercado a comprar cosas para el desayuno, regaba las plantas. Acariciaba y le daba de comer a una perra negra que lo visitaba religiosamente. Pasaba grandes períodos en silencio. Más que en silencio pasaba horas sin hablar con nadie, porque cuando estaba solo hablaba en voz alta, en la calle o cuando recorría el trayecto del patio desde la puerta de entrada hasta las pocas plantas del jardín.

Antes había habido fiestas: reuniones con artistas o gente aproximada al mundo del arte, con luces y música y comida para comer con los dedos en habitaciones o casas o museos públicos. Había habido gente: red de relaciones, simpatías y antipatías, un flujo de energía funcionando. Iba a esas reuniones, lo invitaban y él iba, pero nunca se había sentido adentro de nada. No era un artista, sino alguien que miraba y a veces se emborrachaba o consumía alguna droga. De todas maneras las fiestas habían existido y ahora no. Ya no había nada, solamente un par de amigos que no veía casi nunca, los encuentros con su familia y las horas largas en silencio o hablando solo, recorriendo el patio con una manguera, con una carretilla, con un balde de veneno para las hormigas. 

Algunos domingos manejaba hasta el centro y caminaba por las calles vacías. Paseaba por las semipeatonales, por la plaza central, por la avenida Colón. Los negocios estaban cerrados. Los locales que en la semana vendían teléfonos celulares tenían las persianas bajas. Se sentaba en la Plaza del Sol y contemplaba los distintos niveles de las veredas internas. Le parecían hermosos: ahora los miraba y pensaba en un inminente proyecto urbanístico que había leído en el diario, una propuesta para nivelar la plaza a ras del suelo. Esto le parecía una tragedia. Le gustaba sentarse en un banco y ver las escaleras del anfiteatro, los árboles saliendo desde más arriba, el puente que da al estacionamiento del mercado municipal: un complejo entramado de líneas. Contra este paradigma forjado en los años setenta, la municipalidad, con un crédito del Banco Interamericano de Desarrollo, quería remodelar el centro y con ello tirar abajo los desniveles típicos de esa plaza algo oscura, ya que configuraban un modelo de plaza cerrada que, según el promotor del nuevo proyecto, había sido “un fracaso”. En palabras del arquitecto, la plaza en la que estaba sentado Gaspar había perdido “su carácter de plaza o paseo, [tenía] problemas de accesibilidad, [era] un lugar inhóspito y funcionaba sólo esporádicamente con actividades muy puntuales”. Justamente estas eran las características que lo atraían a Gaspar. Ahora iban a “abrir” la plaza y a colmar las veredas internas de locales gastronómicos. En unos meses, cuando el trazo supuestamente modernizador de la nueva administración dejara todo al nivel del suelo, Gaspar iba a perder uno de los pocos lugares que solía frecuentar y la ciudad, que de por sí era reducida, se iba a volver todavía más chica. 

A la vuelta pasaba por la iglesia de calle Güemes y, aunque no practicara la religión, a veces entraba y se sentaba en un silencio que consideraba más espeso que el del propio recorrido. Ese orden frío y oscuro de lo sagrado, la manera en que el ambiente podía ser modificado desde una clave material, le llamaba la atención y lo valoraba plenamente como una virtud. Después, unas cuadras más abajo camino a la Plaza Moreno pasaba por lo de Benjamín y desde hacía un año se limitaba a levantar la cabeza para mirar el balcón. Había dejado de tocar el timbre porque Benjamín se estaba juntando con quien en otro tiempo había sido un amigo en común pero que ahora había roto el vínculo con Gaspar. Gaspar todavía no se daba cuenta de que su casi nula vida social no respondía solamente a un movimiento de retracción natural, a un ensimismamiento propio de su naturaleza, sino también a una dimensión política. Había un cuarto nivel de la política que nunca se había puesto a pensar y que tenía que ver con las relaciones cotidianas. La mayoría de sus vínculos, algunos incluso por momentos muy estrechos, se habían ido diluyendo por distintas diferencias: amigos se habían alejado paulatinamente, conocidos ya no lo saludaban en la calle o la biblioteca, gente con la que había compartido trabajos habían dejado de ser una posibilidad laboral. Incluso los encuentros con los amigos que todavía le quedaban eran espaciosos, y después de cada salida él mismo sentía que tenía que pasar un tiempo considerable hasta que volvieran a verse, porque llegaba a su casa con la sensación de haberse sobreexpuesto, de haber hablado demasiado. Si quería conservar estos vínculos residuales (y quería hacerlo) lo mejor era que las salidas se produjeran a intervalos espaciados.

De la Plaza del Sol volvía directo para su auto, por lo general estacionado en la Plaza Moreno, y de ahí manejando hasta su casa. A esa hora la gente estaba sentada en reposeras en el Parque de Mayo. Volvía por el centro vacío y atravesaba el macrocentro percibiendo cómo la ciudad se deshacía en casas más bajas hasta la periferia donde se volvían discontinuas. Y desde hacía poco estos momentos vacuos, sin duda intrascendentes, en los que Gaspar se sentaba y dejaba pasar las horas sin grandes sobresaltos, y que componían ni más ni menos que su cotidianeidad (una masa repetida de lo mismo), se habían empezado a recortar como algo más que un sencillo devenir. A partir de una inquietud desplegada en una serie de lecturas críticas, estos momentos intrascendentes habían pasado a formar parte de un proyecto de escritura. (Sigue acá – Parte 4)

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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (II)

Gaspar nunca había tenido la estatura moral para ser un militante. Lo más parecido a una actividad comprometida políticamente había sido el 27 de octubre del 2010, cuando fue censista durante el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas, en un barrio histórico de Bahía Blanca. Con la carpeta reglamentaria había empezado por la calle Falcón, para dar la vuelta y terminar en una casa antes del barrio inglés. Adentro de la cuarta casa censada la mujer que estaba entrevistando le dio la noticia de la muerte de Néstor Kirchner. Se la veía extasiada. Había prendido el televisor y consumía las imágenes con devoción. Prácticamente las dos cuadras que le tocó censar pertenecían a las mismas capas medias antiperonistas. No eran estratos altos: nadie lo recibió descorchando un champagne. Incluso una de las últimas casas estaba por debajo de la línea de pobreza. Lo atendió un señor mayor que lo hizo pasar hasta el centro de la manzana, por un pasillo largo y un patio interno repleto de cactus en macetas del tamaño de un llavero. Néstor, así se llamaba el entrevistado, le dijo que era esquizofrénico y –a diferencia del resto de la cuadra– que estaba muy triste por la muerte de su “tocayo”. Cuando llegó a su casa Gaspar se puso una camisa negra y volvió a cruzar la ciudad para visitar a Rodrigo. Le parecía que la situación histórica lo ameritaba y, si bien ninguno había pronunciado nunca su simpatía por el kirchnerismo, supuso que no estaba fuera de lugar. Efectivamente compartían un kirchnerismo implícito, cívico, burgués, domiciliario y crítico. En principio nada de lo que pudieran estar orgullosos. Los días siguientes se dedicó a mirar el velorio por televisión, el cajón cerrado con la bandera argentina en el centro del Salón de los Patriotas Latinoamericanos de la Casa Rosada, Cristina Fernández vestida rigurosamente, los mozos llorando, la hilera interminable de gente y se sintió muy conmovido. 

Gaspar concebía la política en tres niveles. En una primera instancia estaba el filtro de la televisión, una forma de política como espectáculo que traía de su primera aproximación a la vida pública en los noventa, cuando todavía era un adolescente. Casi tres meses y medio después de que cayeran las torres gemelas, el 19 de diciembre, estaba en una pileta en el barrio Patagonia. Era la casa de un compañero de clase, inmensa, con un patio cuidado con árboles y un quincho en el fondo del terreno. Habían estado pasando el rato, adentro del agua y afuera, jugando al fútbol y tomando cerveza. En un momento, cuando entraron a la casa a buscar otra botella, alguien prendió el televisor y vio los camiones hidrantes en la Plaza de Mayo reprimiendo a los manifestantes. El día se oscureció inmediatamente, sobre todo para él que se quedó adentro durante tres horas viendo las imágenes en vivo. En ese momento Mauro agarraba un pedazo de baldosa en Avenida de Mayo y lo tiraba contra una columna de policías que disparaba balas de goma. Hacía dos años que vivía en Buenos Aires y uno que militaba en una organización peronista. Ahora la policía montada los había disgregado a palazos para diferentes puntos. Había visto cómo se llevaban gente de los pelos, cómo le pegaban a una señora de setenta años y la dejaban en el suelo. Y un chorro de agua con una presión altísima les daba de lleno desde una calle lateral. Cuando se levantó del suelo corrió para donde pudo, completamente mojado, y se encontró con un grupo de manifestantes que le dieron ayuda. Así pasó el resto del día, escuchando gritos y disparos, respirando humo entre las cúpulas borrosas de los edificios históricos. Las sucursales de los bancos estaban devastadas, los vidrios rotos, las paredes escritas, las calles anchas regadas de piedras. Sobre el atardecer, cuando volvía para la zona de Congreso, Mauro se quedó un rato frente a una montaña de cubiertas prendidas fuego que producían un humo negro todavía visible. Más tarde, ya en su monoambiente de la calle Sarandí, prendió el televisor y pudo ver las imágenes con letras sobreimpresas, y extrañamente recién ahí entendió la verdadera dimensión de las cosas. Al revés, Gaspar, después de mirar tres horas de represión televisada en una habitación oscura cuando afuera había un sol tremendo, salió al patio y fue hasta la pileta, se arrodilló y tocó el agua, se lavó la cara y volvió a meter las manos en esa sensación líquida, como una forma de reposición de lo real. 

 En una segunda instancia para Gaspar la política tenía una dimensión arquitectónica; estaba, podría decirse, en los edificios del poder: la Casa Rosada, el Congreso y la Quinta de Olivos. Los había conocido gracias a Petrovna, un ex amigo de su papá de ascendencia rusa, un tipo raro que vivía de un gimnasio que había construido con chatarra y que tenía un certificado de invalidez por un problema crónico en el tobillo. Gracias a ese certificado, Petrovna tenía acceso a viajes gratis a todo el país y muchas veces Gaspar lo acompañaba a Buenos Aires a hacer algún trámite. En las horas muertas, en más de un viaje había hecho las visitas guiadas de la Casa Rosada y el Congreso y caminaba alrededor de la Quinta de Olivos, pensando que en esa cercanía de los edificios podía entender materialmente los resortes que condicionaban su potencial, sus limitaciones y sus expectativas de vida: los grandes salones de la Casa Rosada, el Patio de las Palmeras, las pinturas en los descansos de las escaleras de mármol, el despacho presidencial con las áreas divididas como en un departamento (una pequeña recepción, una sala de estar con sillones, el escritorio amplio), los pasillos intrincados del Congreso, las puertas que daban a lugares inaccesibles, la araña monstruosa que cuelga desde la cúpula. En una de esas visitas al Congreso, un miércoles de invierno que entró por Yrigoyen y salió por Rivadavia cuando ya era de noche, vio a un notero de TN con un camarógrafo y un sonidista haciendo tiempo en la antesala del Salón de los Pasos Perdidos. Gaspar pasó con el grupo turístico, se detuvo en los cuadros inmensos que cuelgan en los costados del Salón y una vez adentro del recinto tuvo que escaparse de la comitiva porque se le hacía tarde para encontrarlo a Petrovna y llegar a Retiro. Mientras la guía hablaba sobre detalles del protocolo de las sesiones, Gaspar se fue yendo hacia atrás en el palco desde donde se veían las bancas de los diputados, las butacas cerrándose en una herradura hasta la mesa del presidente, y volvió a la oscuridad inmensa del Salón de los Pasos Perdidos donde la luz de la cámara de TN recortaba la figura expresiva y pictórica de Nilda Garré. Garré se tocaba la oreja sosteniendo una cucaracha, asentía con la cabeza ante la interpelación que le hacía Nelson Castro desde el estudio de televisión. Pero de este lado de las cosas, donde no había una pantalla partida sino la realidad interior y oscura del Congreso, la escena era pura visualidad: el ambiente retumbaba en un eco vacío. Gaspar se quedó un poco ahí, sacó una foto sin flash desatendiendo los gestos también silenciosos de un guardia de seguridad y escuchó el principio de la respuesta de Garré: con dificultad, tragando saliva marcadamente en la construcción de las oraciones, respondía sobre la situación judicial de un abanico de diputados y allegados al kirchnerismo. En cuanto a la Quinta de Olivos tenía mucho menos: el paredón largo, las farolas, el arbolado (las palmeras, los jacarandá), las calles internas (curvas, bien pavimentadas) que podía ver desde adentro del tren Mitre, apenas por encima del nivel del paredón. 

Seis meses después del estallido social del 2001 Gaspar acompañó a Petrovna a una consulta médica, y en seguida de dejarlo en el Hospital Italiano fue a la Plaza de los Dos Congresos a encontrarse con Mauro, con quien había quedado para comprarle seis porros de paraguayo prensado. Tenían dieciocho años y con el tiempo esta charla iba a recortarse como el tercer nivel de la política: si tuviera que enunciarlo, Gaspar hubiera dicho “el de la autonomía más plena”. Desde hacía un tiempo Mauro se había convertido en aspirante a secretario de un primera línea del gobierno. Hacía militancia de base pero también tenía acceso a algunas reuniones privadas e incluso en un par de oportunidades había escuchado al presidente en persona. Eduardo Duhalde había accedido al poder el 2 de enero del 2002 gracias a la Ley de Acefalía, lo que motivaba chistes internos en torno a la dimensión de su cabeza. Pero la realidad era que este hombre de estatura inferior y cabeza desproporcionada irradiaba una energía brutal, quizás la más fuerte que Mauro había sentido en presencia de alguien. Duhalde ya había devaluado la moneda dando fin a la Ley de Convertibilidad de Domingo Cavallo y había generado cierta sensación de quietud después del caos reciente. Y en materia social (esta es la noticia que le daba Mauro junto con los seis cigarrillos) estaban por implementar un plan de contención para todo el conurbano: lo que después se conoció como el Plan Jefes y Jefas de Hogar. Gaspar sacó cuentas: se imaginó el Congreso que tenía a la vista, la plaza que desemboca en la avenida y sigue ancha hasta la 9 de Julio, todo repleto de piedras y palos y balas de goma, de humo negro de cubiertas, de sangre todavía fresca. Pensó en los niveles de pobreza, en la construcción mediática que aparecía como cuenta progresiva en las pantallas: el RIESGO PAÍS. Pensó en la cantidad alarmante de personas revolviendo cartón. 

– ¿Pero cuántos millones necesitás para contener a tanta gente?

– No sé, ni idea, un montón –le respondió Mauro.

– Es impracticable… Van a hacer cualquiera.

– Entonces haremos cualquiera –le dijo Mauro siendo hablado por Duhalde–. Pero la cosa es que lo vamos a hacer.

Esta respuesta, concreta y sencilla, encerraba la lógica autónoma de una práctica que a Gaspar le resultaba inaccesible: hacer lo que había que hacer incluso sin los recursos para hacerlo. Semejante nivel de pragmatismo era la política: los pasillos anchos y fríos del Congreso, y sobre todo los de la Casa Rosada, dejaban de ser el escenario de un recorrido turístico para convertirse en el lugar donde se resolvían las cuestiones prácticas, aquellas con un efecto inmediato en las personas. En definitiva, un lugar de trabajo. Más adelante, cada vez que viera la cúpula verdosa por las inclemencias del tiempo, o la estructura asimétrica de la construcción colonial de espaldas al río, Gaspar se iba a repetir como en un rapto: “trabajo, trabajo, trabajo”. Él no podría haber estado ahí, peleando por avanzar en las líneas del poder, tomando nota de la filosofía del presidente: era un gran espectador de televisión, uno crítico y sagaz, podía leer entre líneas y gestos en los discursos públicos de toda índole, pero no podría haber pensado en transformar la sociedad de esa manera tan concreta. El 27 de octubre del 2010 había escrito en Facebook: “Réquiem para quien reconstruyó la autoridad presidencial”. Siempre había considerado a Néstor Kirchner “su primer presidente”. Y si bien seguía siendo cierto, en el sentido electoral del término, ahora se daba cuenta de que en realidad la primera figura política fuerte que había marcado a su generación (más allá de Menem durante su preadolescencia) era precisamente Eduardo Duhalde.

Gaspar puso National Geographic: dos delfines nadaban sobre el fondo compacto de un océano celeste. Llevaba una hora frente a la pantalla y todavía le quedaba medio vaso de vino arriba de la mesa. Pensó en Mauro: hacía varios meses que no lo veía. Cambió de canal sin detenerse en ninguno. A veces le gustaba sentir el espacio negro entre los canales, esa sensación en la cabeza aunque finalmente lo terminara por descomponer. En realidad hacía mucho que no salía ni veía a nadie. Su vida se había ido reduciendo a unos pocos lugares predeterminados y al encuentro esporádico con personas apenas conocidas (cajeras de supermercados, bibliotecarias, cerrajeros, mecánicos). Cuando el zapping se detuvo en una imagen estática (una infografía sobre la nueva conformación de la cámara de diputados) Gaspar pensó en el agujero negro en que se había convertido su vida social. (Sigue acá – Parte 3)

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DE LAS COSAS DE LA NATURALEZA (I)

La televisión es ordenadora de los ciclos diurnos y nocturnos, acomoda nuestras actividades en base a una programación. Este gesto arcaico y fascista le resultaba más atractivo que la disponibilidad aleatoria y en apariencia democrática de la web. La insidia de fijarte a un espacio y un lugar, paradójicamente, siempre le había parecido tranquilizador. Y cuando digo “mirar televisión” no me refiero precisamente al Tour de France. Hace unos días, por ejemplo, Gaspar se dio una dosis frente a la pantalla. Durante ocho horas, desde que caía el sol hasta las cuatro de la madrugada, su vida fue una continuación de imágenes producidas por otros. CN23: “Descenso al Maldonado”; un grupo vestido con mamelucos y cascos blancos caminaba por un entubado subterráneo repleto de basura que, según el entrevistado, tenían que limpiar para que escurriera el agua. Crónica TV: “La encontraron como NN a 16 cuadras de su casa”; una madre con una pechera estampada con la cara de una adolescente tomaba mate mientras una voz en off decía “la buscó doce años y estaba enterrada”. América 2: “El peaje extorsivo de Buenos Aires”; un periodista hablaba a cámara y en segundo plano un camión Iveco avanzaba sobre un paisaje multicolor de containers. CNN en español: “Líder de Cataluña todavía no ratifica declaración de independencia”; una multitud se manifestaba por las calles de Barcelona con banderas rojas y amarillas y una estrella blanca sobre un triángulo azul. En canal 9 había un compilado de escenas de animales: un chancho que sacaba una cerveza de la heladera, un caballo blanco que buscaba la correspondencia de adentro de un buzón en el espacio abierto de un establo y una gata doméstica que abría la puerta para salir al patio por sus propios medios. En Fox Sports pasaban un partido del Bayer Leverkusen, algo que se repetía desde unas semanas atrás cuando Lucas Alario había desembarcado en la liga alemana. ¿Cómo el resto de las personas no valoraba en su justa medida esta galería contemporánea de la cultura? The Filme Zone; Harry Angel, todavía sonriente, le decía a un policía incrédulo: “¡Ey!, ¿alguna vez viste El Club de Micky Mouse? Porque, ¿sabés qué día es hoy? Es miércoles, el día en que cualquier cosa puede ocurrir”. 

En la década del sesenta la televisión constituía la dimensión de lo público. En aquella época toda la audiencia veía el mismo acontecimiento, por lo general único, en un mismo momento y compartiendo el mismo cuadro de situación. Ahora en cambio forma parte de otra dinámica y otra lógica: se trata de la conformación de islas de consumo en las que los televidentes transitan recorridos basados en gustos específicos que justamente van formando comunidades aisladas y alejadas de una dimensión común. La televisión, en su pluralidad fragmentada, activa microclimas y solo en ocasiones, en momentos históricos de trascendencia que actúan como hiatos, vuelve a cumplir la función inicial. 

El día que cayeron las torres gemelas Gaspar estaba vestido de mujer filmando un trabajo práctico para la escuela secundaria. A la distancia, con casi 35 años, si tuviera que resumir una esencia originaria de la televisión recortaría esa transmisión en directo. Sin la peluca puesta pero todavía con los labios pintados se había quedado en silencio junto a sus compañeros de clase cuando la madre de uno de ellos había entrado a la pieza donde filmaban para decirles “Estados Unidos está siendo bombardeado”. En el televisor había una torre humeando sobre el skyline frondoso del Bajo de Manhattan. Era media mañana y,  al igual que el resto de occidente y que prácticamente todo el mundo, después de unos minutos pudieron ver un Boeing 767 entrar en la otra torre y dejar en la superficie vidriosa un hueco explosivo. Se trataba del vuelo comercial 175 de United Airlines. Una hora después vieron cómo la primera torre que humeaba al momento de haber prendido el televisor caía sobre sí misma, 110 pisos en el corazón financiero de Nueva York. Y a la media hora vieron cómo se derrumbaba la segunda torre, una escenificación literal de la caída de la bolsa de valores (el Dow Jones se desplomaría un 14 por ciento durante la semana siguiente, la caída más grande de su historia). Sin embargo, ya transcurrido el siglo XXI, Gaspar sabía que no se trató de una vuelta a foja cero: de toda esa pila de escombros y fierros retorcidos los peritos forenses habían recuperado los discos duros de las empresas. Pero eso sería después; ahora había que pegarse a la televisión, a las tomas aéreas de los helicópteros que mostraban una metrópolis con niebla a pleno sol. Lo mismo los días posteriores: Jorge Lanata en Día D, sentado sobre las letras del decorado, iba a explicar el terrorismo internacional pero también el miedo a las alturas de Minoru Yamasaki, el arquitecto principal del World Trade Center, y la lógica funcionalista de Le Corbusier, una ética (resumida en una estética) contra la que los terroristas, según Lanata, también habían apuntado. Un mes después Estados Unidos invadiría Afganistán, dando inicio a una nueva guerra televisada, y un año y medio después desembarcaría en Irak derrocando a Saddam Hussein, no mucho más que un monumento caído en una plaza pública, también televisado para todo el mundo en simultáneo. 

Gaspar se levantó y fue a la cocina a servirse un vaso de vino. Por la ventana podía verse que había llegado la noche en todo su potencial: la oscuridad cerrada, pocos autos pasando, el silencio solamente interrumpido por el canto de unos grillos. Se refregó los ojos calientes y volvió al televisor. El vino le produjo una caída de la ansiedad que supuso visible como las imágenes en la pantalla. En Canal 26 reproducían un audio de Ernesto Tenembaum donde decía que Elisa Carrió, en el debate de candidatos de TN, acababa de mostrar una faceta oscura cuando sostuvo que existía un veinte por ciento de probabilidades de que Santiago Maldonado estuviera en Chile. Todo este tiempo, los años pasados, Tenembaum no había sido un operador político sino sencillamente un imbécil. Puso TN: “El plan de CFK para evitar la derrota”: la columna que Federico Andahazi (con un jopo que parecía de plastilina, lentes de pasta negros con las patillas naranja y un saco azul que le llegaba casi hasta las rodillas) hacía sobre la “psicosis de la expresidenta”, sentado en una barra con Alfredo Leuco, que a su vez había hecho un editorial de aproximadamente cuarenta minutos sobre “un plan sistemático de mentiras a la sociedad”. La televisión, sin lugar a dudas, era la ventana más palpable a la vida pública. (Sigue acá – Parte 2)

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FRAGMENTOS DE UN INTERCAMBIO EPISTOLAR

Por Ismael Blanco

Mi librito falopa encontró un lector nuevo (el anterior había sido Rosa O´Henry, quien sintetizó: “es una no novela no gustable”). La serie se cierra con Vera Miloideo, única lectora mujer, encargada de la ilustración de tapa. 

Este lector nuevo, Nicolás G. Swaels, me hizo una devolución cuyos fragmentos podrían funcionar como una reseña crítica o como contratapa. Transcribo algunos fragmentos a propósito de “No puedo escribir poemas” (el primero de los tres textos que contiene La vida mental) y cierto intercambio que se fue abriendo y que recupera, también, ciertas apreciaciones sobre la literatura del propio Nicolás. Dice sobre “No puedo escribir poemas”:

“Es una especie de ejercicio de un lector muy manija de Saer, pero que llega a este por Kafka. La palabra que se me viene a la mente para hablar del comienzo es fenomenología. Narrar la percepción”.

Sigue:

“La mudez habla como puede. De a poco el hilo de los significados parece ir formando una trama, un recorrido lógico (como el del colectivo: esperable), en este caso, bajo la tutela de la polifonía, y ahí es cuando de repente el sujeto de la experiencia se volvió un idiota. Eso se dice así: se dice un colapso. El testigo pasa de una posición más externa, más parecida a un receptor de estímulos, a la de un sujeto que padece: el neurótico que fantasea culposamente con ser el idiota, el encorvado”.

(…)

“Y después, una nueva transición hacia el mejoramiento: el viaje en el sueño tiene el semblante de un devenir en el que todo cambia de nombre. Pero es una fantasía, en esencia, neurótica o edipizante, dirían los Antiedipos. La del deseo del nombre propio, del cual se busca huir como sea. ¡Hay que salir! A donde sea, moverse. Es la misma fórmula de ‘Kafka. Por una literatura menor’: los personajes de K. no buscan la liberación, buscan una salida. Eso implica no ir a ningún lugar en particular, perderse más bien”.

(…)

“¿Desde qué lugar simbólico habla este sujeto, que es varios sujetos a la vez y varios deseos en uno? Esa idea (hecha procedimiento) me pareció extraordinaria. Es hipnótica –sin mediar hipérbole– la escena de las vías con esa sintaxis cortada como la respiración del poxi. La televisión idiotiza, y la droga. Ambos signos, en verdad, podrían ser conmutados uno por otro, como dice el sentido común, pero este texto nada tiene que ver con eso”.

La idea de ser “varios sujetos a la vez y varios deseos en uno” me interesó especialmente. De hecho, como le dije en el intercambio epistolar, vuelve a pasar en el segundo texto (“Papeles sobre la pobreza”) y es la base de algo que estoy escribiendo ahora (“Apología del pensamiento impuro”), y que está bastante influenciado por sus cuentos. La idea es tratar de ser varios a la vez: pensar con la cabeza de otra gente hasta quedar por momentos virtualmente disuelto.

Sobre sus cuentos, cuando los leí, le mandé un mensaje por Messenger:

“No marqué nada porque los leí en el celular, pero cabría haber marcado. El primero (sobre un pobre viejo en pandemia) ya se destaca por el trabajo con la lengua, una especie de Lamborghini pero Chernóbil. El segundo profundiza, es hermético y barroso, quizá más que los otros. Es Literatura como la de antes, con mayúscula. Barroso de Perlongher pero también de cangrejal. Del tercero me llamó la atención el conocimiento técnico del paisaje industrial portuario, que entra en serie con cierta literatura de acá siendo radicalmente otra cosa. La imagen del encamado al comienzo de ‘En humedal…’ es preciosa. No tiene desperdicio. Quizá algún día intente escribir literatura, así, en tercera y con atención formal. El libro es bueno, un jurado de concurso literario debería reconocerlo en algún sentido. Yo siempre termino en una especie de ‘autoficción’ (con perdón de la palabra), lo tuyo es otra cosa: un artificio; o sea, sos un artista. Es bastante impresionante el laburo que hacés con la frase todo el tiempo, una al lado de la otra, sin descanso, que incluso resulta agotador. Las líneas argumentales están, pero a veces se diluyen y no es problema porque lo que no desaparece son los ambientes, pesados, que son, al final de todo, el sentido del texto”.

Retomo dos cosas muy brevemente. 1) Lo de los premios, que parece una frivolidad. En realidad tiene que ver con pensar un circuito donde este tipo de textos está ausente porque resulta anacrónico, por lo pesado, desde donde construye su gran potencia crítica. El libro En humedal de sordos (así se llama) desde la primera oración afirma ser honesto en el sentido en que Leónidas (el otro Lambo) pensó su labor poética, cuando decía que “significa una condena”. “Hay en todo escritor un tipo que se inmola –sigue más adelante–, por todo lo que dejaste en el transcurso. Uno también es culpable, porque si me ponen estos papeles acá y me ponen a los que me quieren allá, me quedo con los papeles”. Me refiero a que hay un proyecto en la poética de Lamborghini pero también en la de Nicolás, y no exagero en la comparación porque en ambos casos se trata de un proyecto serio que busca indagar las posibilidades del lenguaje, incluso muchas veces cuando esto signifique dilapidar otras esferas de la existencia. Y eso, hoy por hoy, no resulta premiable, ni seleccionable, ni nada. Escribir literatura, como se desprende de la frase de Leónidas, si la vas a escribir en serio, es asumir la responsabilidad de quedarte solo.

Sobre el trabajo al nivel de la frase, me respondió Nicolás:

“La unidad es la frase. Qué bueno que te hayas detenido en eso, porque como flaubertianos –te incluyo– o modernistas ‘que retroceden’ no hay más allá. Es la imposibilidad, en verdad, de asumir que existe una unidad mayor de sentido lo que fuerza la retirada a la frase”.

Y 2) Que Nicolás construye un lector casi imposible. A sus cuentos les cabe también lo que decía perspicazmente O´Henry: son, en conjunto, “una no novela no gustable”. Y transitar esa zona literaria es una decisión política que se vincula con aquello de un proyecto honesto, bueno o malo, pero más allá de cualquier especulación: escribir en pleno siglo XXI, con lo que esto implica, para quizá ni siquiera ser leído. 

Pero vuelvo a lo que le decía en el intercambio epistolar, sobre la disolución del sujeto que narra. Le señalé eso y le agradecí el tiempo que se tomó para escribirme un mail. Me dijo:

“Yo me veo en la obligación de tomar en serio los textos que leo, de cualquier tipo. Pensá que estudio permanentemente novelas de bajísima calidad estética porque la crítica literaria para mí es como un sacerdocio y mi obligación es conocer lo que se escribe y hacerlo legible además por cierto frenesí iluminista que a uno lo domina. Entonces, como te decía, tu nouvelle (porque no es un cuento, eso lo tengo claro), que podría expandirse sin duda y tomar un formato novela, es interesante en varios aspectos. En lo concerniente a la antropología implícita que guía la acción, o la dilapida más bien, me parece correcta, adecuada, lícita la opción por la despersonalización; la comparto así como una ética y espero siempre cuando leo algo que los humanoides afloren, que los discapacitados simbólicos, ya sean opas u okupas de personalidad múltiple, se posesionen de las manifestaciones de lo real, es decir, todo lo que irritaba a Lukács y creo que hay que imitar por razones hoy históricas justamente! Lo pide la historia, o las metanarrativas que nos ofrece esta como consuelo poquísimo, para hacerla cagar. Creo en la confusión organizada. Milito esta fe en prosa. Por eso me comprometí enseguida cuando vi para dónde rumbeaba el encorvado ese. En cambio, abogo por la racionalidad en la poesía. Es raro. No tengo una justificación clara, pero así lo entiendo. Como juegos definidos con reglas antitéticas”.

Para cerrar, me interesa pensar que compartimos una política estética a la vez que no coincidimos en una política partidaria, lo que hace al ejercicio literario de una complejidad muy bella. Alguien con determinada malicia podría decir: “hay idiotas en las dos orillas del Río Bravo”. Mi respuesta a esa intervención sería: “exacto”. Porque el encuentro de dos idiotas, el reconocimiento mutuo de la idiotez compartida, como bien lo sabía Flaubert (síntesis de esos dos hombrecitos llamados Bouvard y Pécuchet) produce un verdadero regocijo. En cuanto a la idiotez, intentamos llegar a su centro etimológico, acertada o fallidamente, lo que implica el intento de producir una singularidad. Esa política estética, como decía arriba, está definida por el trabajo con la materialidad de la frase, contra ideas dominantes en la poesía actual; las que profesan –por ejemplo– poetisas de tuiter para quienes el poema no debe ser trabajado sino abandonado a las derivas de la información que circula de un lado a otro, de modo que se vuelva prácticamente indistinguible de eso que circula.

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